A Santi le fue imposible conciliar el sueño después de la fiesta. Consultó de nuevo el reloj: eran las seis de la mañana y estaba cansado de dar vueltas en la cama, por lo que decidió salir a correr por El Retiro. En aquel momento le pareció la mejor opción para despejar su mente antes de enfrentarse a una jornada laboral.
Ataviado con pantalón de chándal gris y sudadera negra, encendió el iPod y seleccionó una carpeta aleatoria de música en Spotify.
La música y el ejercicio actuaron en su estado de ánimo consiguiendo que al menos se sintiera algo más relajado. A pesar del sosiego le era imposible quitarse de la cabeza el gusto de aquellos labios. Tal y como decía la canción que bailaron: le recordaban a las fresas maduras y en ellos, identificó un sabor que bien podría asociar con el amor.
Paró de golpe para desechar todos aquellos pensamientos. Miró a su alrededor y, cuando sus ojos divisaron una melena pelirroja, su corazón se aceleró de tal manera que pudo percibir cómo golpeaba en su pecho.
«No puede ser cierto», pensó mientras sus pies comenzaban a volar hacia ella.
Al estar cerca su corazón amenazaba con saltar desde su garganta. Frenó en seco a causa de la decepción provocada al observar cómo un chico rubio y algo más alto que ella llegaba a su lado y la abrazaba en un gesto lleno de cariño. Ambos se cogieron de la mano y comenzaron a caminar, fue entonces cuando divisó su cara y comprobó, con alivio, que aquella pelirroja no era la suya.
Ante aquel pensamiento se amonestó: «¿Se puede saber qué estás haciendo? A tu edad persiguiendo mujeres porque su pelo es de determinado color y encima usando ese pronombre posesivo. Será preferible que te centres o perderás la cabeza». Junto con aquellas cavilaciones inició el retorno a casa, lo mejor sería una ducha y un café antes de irse al hospital.
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Cuando Diana apareció por el comedor, Diego —que estaba desayunando— la recibió con intriga.
—Buenos días, deseoso estoy de saber dónde te metiste anoche.
—Buenos días. —Saludó mientras lo miraba con cara de arrepentimiento—. Me vine a casa, me sentía incómoda y no quise molestarte.
Se sentó a su lado y tomó una de las tostadas que su amigo había preparado. La mordisqueó sin ganas, era incapaz de comer nada recién levantada.
—Ya veo. Pero tengo una pequeña duda, ¿te sentiste incómoda antes o después de besar al doctor Carmona?
Diana cerró los ojos por la vergüenza que recordar aquello le produjo. No cabía duda de que todos se percataron de lo ocurrido, justo ahora que empezaba a trabajar con ellos.
—Yo no lo besé. —Su tono de protesta obligó a Diego a mirarla a los ojos—. No digas tonterías, me conoces desde siempre, sabes que no me beso con extraños.
Su amigo se acercó a ella al verla tan incómoda. No era su intención molestarla, pero los comentarios que tuvo que escuchar por parte de la víbora de Cristina lo enfurecieron.
—Está bien, tranquila, no pasa nada. Seguro que hoy nadie se acuerda, la gente bebió demasiado.
Acarició su espalda con cariño para conseguir que ella se relajara. Diana lo miró triste.
—¿Dices que es el doctor Carmona?
—Sí, es el mejor cirujano de cardio de todo el hospital, su expediente es insuperable. Es un tipo muy particular: adicto al trabajo, con carácter serio y distante. Pero tú tranquila, ya lo conocerás.
Ante aquella descripción Diana se encerró en sus pensamientos, presentía que tras esa fachada existía otro hombre, al menos así le pareció por la forma de mirarla al bailar con ella. Sin poderlo evitar, tocó sus labios al recordar el beso y el sabor que en ellos había dejado.
—¿Estás bien? —Diego, al comprobar que ella no reaccionaba, insistió—: Diana, vuelve a la tierra. Aterriza, cielo.
—Perdona —se ruborizó al darse cuenta de cómo su amigo la miraba—, me he perdido en mis pensamientos.
—Sí, claro. ¿De verdad que no tienes nada que contarme?
—Que va, nada. Lo de anoche está olvidado y espero que nadie lo recuerde.
Diego dibujó una sonrisa ingenua en su rostro. Con Rodri sería difícil que el deseo de su amiga se hiciera realidad.
—Está bien. Hoy tenemos el mismo turno, así que prepárate que en veinte minutos salimos.
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Julián tomaba un café tranquilo en la sala de descanso, no le apetecía bajar a la cafetería. Se había levantado con dolor de cabeza. Esa noche, después de que Santi se marchara, se animó y desfasó más de lo que estaba acostumbrado junto al Comando R.
Una sonrisa idiota despertó en su rostro al recordar a Cata: aquella mujer y su contoneo a la hora de bailar comenzaba a convertirse en una obsesión. Cada día que pasaba sentía una atracción más loca por ella; pero debía andarse con cuidado, no quería volver a meter la pata y sufrir como ya lo había hecho con Patricia.
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Editado: 01.03.2021