El Santo de los Mensúes

El Santo de los Mensúes

El desorientado y adolorido joven veinteañero se levantó de entre el polvo del desolado y reducido almacén donde hace unos momentos, y desde la noche anterior, se hallaba profundamente dormido. La cabeza le palpitaba de una innegable resaca, producto de los excesos del baile, mientras abría la puerta del precario depósito, descubriendo que, todo ese tiempo, siempre se había encontrado en la misma pulpería.

Claro, había pasado la noche entre leña, aserrín, escobas, escobillones y azadas, con razón había despertado tan perdido y maltrecho cual yerbal después de las tormentas. Estaba dispuesto a volver a su casa, pero se detuvo en seco luego de cerrar la puerta detrás de sí, notando, aún soñoliento, que algo faltaba: Gente.

No había nadie, sólo estaba don Amado López, lustrando las jarras de vidrio de la barra de madera con total dedicación.

⎯ ¡Ñandejára, pero mirá quién se dignó a levantarse! — alegó el tabernero con sarcástico júbilo, sin siquiera mirarlo, antes de apoyar con fuerza la jarra en la barra y observarlo desde su sitio, arrugando levemente el entrecejo y sin pestañear ni una sola vez, guardando silencio, pues así hacía saber a cualquiera su desaprobación y disgusto.

El desalineado hombre, sin embargo, no se inmutó en lo absoluto; y se sentó en una butaca frente a la barra, apoyando los brazos sobre ésta y su cabeza sobre sus manos, harto de las punzadas en sus sienes; hasta que don Amado vociferó, golpeando la madera con su palma, que más que palma, parecía un pedazo de piedra.

— ¡Sinvergüenza, ñamembuy!

Ignorando por completo el comentario del robusto y barbudo hombre, aunque exaltándose por el repentino estruendo del impacto de su mano contra la mesada, el recién levantado se fregó la cara con la mano en lo que terminaba de dar una enorme bocanada de bostezo. Ya estaba acostumbrado al mal carácter del viejo, que siempre se había empeñado por hacer de papá y mamá para su hermana y para él desde la defunción de los verdaderos. No le tenía ni un pelo de miedo.

⎯ ¿La viste a mi hermana?

⎯ ¿A tu hermana? ¡Tu hermana! — su voz era un gruñido irritado, como lleno de ira, peligroso y amenazante. — Ejú ko'ápe, gurí.

Para nada temeroso se aproximó al gigantesco y peludo tabernero, pues conocía bien a don

Amado desde chico y sabía que su anchura y altura eran al cuete, al menos tratándose de él.

⎯ La Marce está ahora en un barco rumbo al yerbal y todo por tu culpa, ka’ú, sinvergüenza. — le dijo casi en un susurro, descolocando en su totalidad al joven.

⎯ ¡¿Mba'épa?! — dijo, con total horror, sin poder creer lo que oía.

⎯ Lo que acabás de escuchar. Te vino a buscar ayer al baile, y como vio que venían los capangas a buscarte, te encerró en el almacén y le afanó la ropa a Hilario, taba’ ma’ ka’ú que ni cuenta se dio. Dijo que era tu hermano, y que iba a saldar la deuda que dejaste por vos, yo no pude hacer nada… pobre la Marcela, pobre.

 

Memorias de Marcela Fuentes:

La vida en el yerbal era más dura que en Posadas, no lo podía negar; pero prefería morirme yo antes que Enrique, el pendenciero de mi hermano, acabase como otro de los tantos cadáveres flotantes, muerto a la orilla del río.

Al principio no me pareció un trabajo tan pesado, al menos no para mí. Me crié en los yerbales cuando mis papás trabajaban para esos delincuentes, saldando una deuda casi eterna, y desde guainita aprendí cómo había que hacer para jugarle en contra a los capangas. No consumía nada, apenas sí las frutas que llegaba a encontrar. Bebida que no fuese agua, cero. Trabajaba sin descanso día por día, sin chillar, sin parar y sin siquiera hablar frente a los capangas, a menos que ellos me lo pidiesen. Como Enrique siempre fue delicado, mi papá me enseñó a mí a manejar el arma blanca del machete, y no lo solté nunca más, así que tenía con qué defenderme si me buscaban riña.

Pero los problemas no tardaron en aparecer, y es que por algo me reporté como Alfio Fuentes, y no como Marcela, porque, ante los ojos de los capangas, Marcela nunca había existido, sólo era conocida por mis padres, mi hermano y Don Amado López, muy querido amigo de mi padre. Y es que, por temor a vivir toda una vida en los yerbales, les habían dicho a todos que mi nombre era Alfio, un varón; pues sabían la tortura que vivían las guainas entre el infierno verde de la selva, mi propia madre había sido testigo de ello. Y fue eso mismo lo que yo no pude soportar.

El primero fue el capanga Nicanor Peralta, a quien ya tenía fichado desde el principio. La forma en que miraba a las mujeres era asquerosa, casi tanto como su gordo y mugriento cuerpo; y eso colmó mi paciencia cuando lo atrapé en uno de los bailes, hablando con Jesús Paniagua, un mensú, preguntándole por su guaina, quien no había asistido por hallarse enferma esa noche, algo que sabía que era mentira, pues desde hace un buen rato el forzudo y laburador de Jesús había notado la mirada perversa de Peralta en su mujer. Grave error que cometió al irse del baile. Entre zapateos, chamamé y sapukáis de mis compañeros, planté un monigote de paja, pantalón y poncho para simularme dormido en una silla con el sombrero tapándome los ojos. Aunque había llegado tarde, pues el capanga ya tenía en sus grasientos brazos a la pobre china de Irinea, quien era casi dos veces más petisa que él, y el triple de flaca; eso no había sido impedimento para abalanzarme hacia él por detrás, y tenía todo un espacio libre en su extensa espalda mojada por el sudor, sordo por la borrachera y los inútiles golpes que Irinea le proveía, no se percató de mi presencia. Alcé el machete hasta casi rozar mi espalda y clavé la hoja en la del capanga, quien agonizó de dolor, cayendo al suelo frente a la mujer, muda de espanto. Peralta murió a los pocos minutos, e Irinea me ayudó a arrastrarlo por el monte, dejándolo como alimento fresco para las fieras, para que no sospecharan de la pobre. Me había tapado el rostro con mi pañuelo antes de entrar a la casa, dejando al descubierto sólo mis ojos negros y mi larga cabellera negra y ondulada suelta que siempre llevaba dentro de mi sombrero de paja; y no me lo quité, ni tampoco le hablé, aunque ella me lo pidió. Los gritos de Jesús rompieron la quietud del monte, y llamaban a la mujer, preocupados. Fue entonces cuando me escabullí entre las hierbas, internándome en la selva y volviendo a la bailanta. Al día siguiente todo el mundo participó en la búsqueda del capanga, deteniendo la recolección, pero fue en vano, al parecer Irinea y Jesús se habían encargado bien del cuerpo, el cual apareció en el río unas horas antes de que la noche llegara. No podían acusar a nadie, ya que ningún mensú había salido antes de que terminara el baile, y entre tanta gente nadie se había percatado de la ausencia de Irinea, además de que Jesús y yo (sorprendiendo a la pareja) dimos testimonio de que se encontraba enferma en cuanto intentaron acusarla.




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