Tercera Parte.
- ¡Merida! - llamaba la joven.
Empapada de pies a cabeza, Victoria, se adentró al granero en busca de su hermana menor.
- ¡Merida! - llamó.
Caminó sigilosa escudriñando cada extremo de aquel oscuro y apestoso lugar, camino hasta dar con la silueta de la joven, la cual permanecía sentada en una esquina con el rostro ocultó en las palmas de las manos y las rodillas al pecho, sollozante.
Victoria, suspiró afligida ante el estado de su hermana, pero ella mejor que nadie sabía que era lo que tanto le aquejaba. Y eso era una sola cosa.
- Merida...lo siento. - susurró con pesar.
La joven tras unos largos segundos logró levantar el rostro entristecido e irritado por el llanto.
- Yo...lo escuché. - develó Victoria, apesadumbrada.
Y eso sólo provocó que el rostro de la joven se deshiciera en pena y llanto puro, tal fue su pesar que gemidos lastimeros surcaron de su garganta con tanta aflicción, que desencadenaron un sentimiento total de empatía en Victoria, al ser testigo de la pena de su hermana menor. Y el sentimiento de impotencia se aprovechó de ella, el no poder hacer nada por ella.
Se acuclilló y quedó a la altura de la joven, con sentimiento la tomó de los hombros y la abrazó fuertemente, tratando de darle la confortable sensación de apoyo y cariño que ninguna jamás llegaba a sentir por parte de sus padres.
- Dime que quieres que haga y lo haré- prometió la joven.
En busca del consuelo de su pequeña y risueña hermana. Pues a pesar de todo ambas ya tenían escrito su camino en unos meses Victoria, partiría a casa de su abuela materna en dónde estaría al cuidado de ella, mientras Mérida quedaría sola al lado de su madre hasta encontrar un buen pretendiente que estuviera a las expectativas de su madre.
- No te vayas. - rogó en sollozos.
Victoria, rió al escucharle mientras secaba su propio llanto disimulada.
- No llores. No será tan malo, regresaré. - aseguró calmada.
Merida, la observó fijamente a los ojos.
- ¿Y qué haré yo? Sabes que no sobreviviré. Madre busca casarnos, es inevitable. - se lamentó.
Victoria, rendida suspiró y se sentó a su lado, quieta, y con la mirada clavada al frente. Todos sus sueños y deseos se habían visto desprevenidamente interrumpidos por los designios de su madre, la cual velaba por un futuro próspero, según ella para ambas. Lo qué no entendía era que ambas ya estaban en la búsqueda de su felicidad, pero a diferencia de su madre, ellas no veían un futuro feliz el cuál yaciera en un matrimonio beneficioso, o en una unión. Para Victoria, su sueño yacía en su libertad, en vivir una vida en busca de aventura y descubrimiento, en su pasión por la cartografía. Y en Mérida crecía el anheló en convertirse en una artista tan grande como sus grandes maestros, Giotto, Donatello, Miguel Ángel. Ella soñaba en ser una gran artista.
Pero aquello ya distaba de la realidad misma, parecía un sueño hermoso e intangible. Prácticamente imposible, distópico.
Y ahora eso se evidenciaba con las reglas que su madre había impuesto. En unos meses Victoria, partiría lejos de ella al otro extremo del país, en búsqueda de abolir esos ideales tan aberrantes que crecían en la mente de la joven y que la influenciaban a ella. Pero ésa no era la verdad, sí era cierto que su hermana la inspiró a soñar en grande, a persistir en la búsqueda de sus sueños. Pero jamás le impuso ideales ni mucho menos le obligó a creer en una idea, ella sola despertó sus más grandes pasiones y las volvió el sueño deseado que tanto perseguía.
Ahora se sentía frustrada, triste, e impotente, ¿Qué mal hacía querer ser feliz? ¿Por qué debía ser imposible? ¿Por qué era erróneo su pensar con la realidad? ¿Qué había de malo anteponer tus deseos y sueños antes que los deseos de otros? Su madre le había dicho que ella tenía obligaciones como hija y mujer.
Obligaciones cómo hija que debía cumplir, era acatar los deseos de su madre, y ése era el de ser una jovencita recatada, digna del respeto y la alcurnia, poseedora de la belleza y la delicadeza, dueña de la sutileza y de los dotes a ella conferidos, para así poder encontrar a un buen pretendiente. Y cómo mujer, era simplemente obedecer y complacer a su marido y a la sociedad.
Y eso era algo que ella jamás deseó, ni ella, ni su hermana. Más, ahora que ambas habían hecho presentes sus deseos, su madre en un ataque y arranque violento tomó aquella decisión de separarles a ambas, hasta aclararse. Y su padre quién siempre parecía empático y compresivo, en esta ocasión se mantuvo parcial ante las decisiones de su madre.
Era inevitable, probablemente era algo que ambas ya imaginaban sucedería. Pero qué tedioso y doloroso resultaba de enfrentar. Para ambas se estaba volviendo una pesadilla.
- No te preocupes. Tú trata de conseguir tu felicidad a tú manera, pero encuéntrala. - le pidió en un tono de resignación.
Para Victoria, no quedaba más que darle el aliento que ella necesitaba, era claro que con la llegada de este viaje sus caminos se separaría y ambas forzosamente se verían obligadas a acatar órdenes y seguir muy probablemente los deseos de su madre. Lo único que les quedaba era buscar alguna clase de ventaja de la situación que se les presentará, fuese, cuál fuese.
Merida le observó fijamente de perfil y la tomó de la mano enlazándola con la suya.
- Promete lo mismo, Victoria. - pidió con lágrimas en los ojos.
Victoria, sonrió con cierto halo de tristeza, observó a su pequeña hermana menor. Y en su mente sólo pasó el deseo de que al menos una de las dos encontrará la felicidad y que esa felicidad llenará a una de ellas, pero sobre todo, rogó por qué esa felicidad le perteneciera a la pequeña rubia de ojos azules, de esplendorosos sueños y gran deseo, de inocencia.