Oug frissonnant, douleur fulgurante, brûlure douloureuse.
- Me alegra verte en mejores condiciones. - confesó Nathalia.
Merida observó a su cuñada con postura y semblante petimetre quien en tono natural le elogiaba su cambio y mejora en salud. Todos se encontraban reunidos, Nathalia su esposo e hijos y Merida con el personal que se encontraba arreglando las alcobas para su esposo e hijo.
- Debe ser que el señor se ha apiadado de mí y mi pobre alma desahuciada. - espetó la mujer con solemne tono despectivo.
La doncella de Nathalia que permanecía con la vista clavada en el suelo la levantó estrepitosamente al escuchar a la mujer. Nathalia en cambió optó por una sonrisa obligada y el semblante tenso. Ambas mujeres vestidas cómo el día y la noche, pues sus vestidos eran los contrarios. Merida vestida con un hermoso vestido liso de telas suaves color celeste. Mientras Nathalia un juego de blanco y negro que expiraban sencillez y clase.
- Pero sin lugar a duda debo concederte el eterno agradecimiento al traer a mi hija a su hogar, que es donde pertenece. - añadió.
Nathalia en gesto inescrutable le observó para acto seguido asentir con semblante frío.
- Señorita Marieth vaya a buscar a mi sobrina. Sí aún se está preparando ayúdale. Debe estar preparada, pronto llegará mi hermano. - comunicó.
La joven de cabello castaño asintió y sin más se dirigió al segundo piso, mientras la mirada de Merida no se despegó de la espalda de la joven hasta que desapareció.
- ¿Te apetecería una taza de té mientras espera? - cuestionó Nathalia.
Merida asintió no muy convencida.
- Señora Bédier. - llamó en tono alto a la jefa de cocina.
La mujer enseguida apareció a su disposición acelerada.
- Preparé té y algunos postres para merendar. - pidió.
La mujer asintió y rápido desapareció.
Ambas mujeres se dirigieron a la sala principal en dónde ambas tomaron asiento una frente a la otra.
Imposible para Merida no terminar de contemplar el radical cambió en todo el interior del hogar, las paredes, los cuadros y muebles. Todo era absolutamente distinto.
- Veo que no te ha parecido los cambios que he hecho. ¿Son terribles? - cuestionó.
Merida sin dirigirle la mirada se mantuvo en silencio, pronto el té y las galletas fueron servidas. Tras un sorbo a su tasa de té, por fin se dignó a dar su opinión.
- Para nada. Todo es tan... diferente, eso es todo. Ha pasado tiempo. Ha de ser eso. - comentó displicente del asunto.
Merida bajó la mirada a su tasa de té.
- Solo fueron seis meses. Ahora lo importante es qué ya te encuentras en tu hogar, sana y a salvo. - evidenció.
- La edad y la soledad me han jugado una mala pasada. ¿No lo ves? Soy una loca que no es capaz ni de cuidar bien de sí misma ni de los suyos. - atajó con frustración.
El semblante tenso y abstraída la mujer no cabía en la rabia. Rabia de aquella locura que la internó en la profundidad de la oscuridad.
- No estás loca. Merida, estás bien. Ahora con todos acá juntos como antes, con tus hijos, todo estará bien. - aseguró con afabilidad.
Con la mirada acuosa y el rostro manchado en tristeza la mujer observó a su cuñada y un tono casi roto develó su más profundo sufrir.
- Cuando se la llevaron, a mí Alice, yo... - la voz se le quebró y las lágrimas se le desbordaron. - sentí que moría. - sollozó.
Nathalia empática contrajo el rostro apenada y se acercó a la mujer que temblaba en llanto. La tomó por los hombros y le frotó reconfortante tratando de mermar su llanto.
- No llores, por favor. - pidió apesadumbrada.
Le tendió una servilleta y la mujer la tomó para secar sus lágrimas. Al cabo de un rato suspiró.
- Yo no sé cómo pudiste. - mencionó.
Nathalia la observó atenta con dulzura.
- ¿Poder? ¿Qué cosa? - cuestionó curiosa.
- Poder hacerlo. Cuando te separaron de Adelaine. - evidenció.
La mujer perdió el semblante dulce y serenó que la acompañaba para cambiarlo a uno gélido y frío.
La mujer ignorante de las palabras que resoban en la mente de la mujer se sonaba la nariz congestionada.
- Yo me hubiera muerto. - vaciló displicente.
Ida la mujer se abstrajo con la mirada perdida, que pronto no se percató cuándo el ama de llaves entró avisando de la llegada del señor y el joven Bèlanger, ni tampoco, de cuando su acompañante se fue de su lado, no fue hasta que unas manos tiernas y temblorosas se posaron sobre sus manos y que sus ojos contemplaron aquel par de esferas vidriosas y hermosas que la contemplaban con tal intensidad.
Fue entonces que cedió a la realidad.
La joven le pidió con tal fervor e ímpetu aquello qué embelesada la mujer enmudeció.
- Tía acompáñame a recibir a mi padre a la entrada que siento que no podré llegar a su encuentro. Siento el alma abandonarme. - exclamó encarecida.
La mujer sin poder negarse a su petición, con tal calidez y dulzura tomó sus manos temblorosas y las masajeó con delicadeza mientras que en su pecho nacía un calor profundo que emanaba y la embargaba por completo. Un calor sobrio, maternal.
- Te acompaño a la entrada y al fin del mundo si así debe ser. Niña mía no tema. - confortó con ternura.
Tomadas de las manos ambas se dispusieron a caminar hacia la entrada en dónde lejana la voz de su padre se escuchaba entre el bullicio de bienvenida
El corazón acelerado y las extremidades temblorosas y frías le impedían llegar con facilidad a su encuentro. Mientras tanto Nathalia permanecía satisfecha al lado de su niña adorada.
No, a su lado ella volvía a vivir. A su lado ella podía sentirse parte del pequeño cielo. Nadie se la había quitado, por qué si estaba a su lado nadie más se la podía quitar.
Ya nunca más nadie se la robaría de sus brazos. No sí ella lo podía impedir.