- ¿No le ha vuelto a ver señorita? - cuestionó la joven sirvienta.
Nathalia suspiró contemplando a través de la ventana de la cocina como un avecilla cantaba parada sobre la punta de una rama de árbol.
Haberle vuelto a ver era uno de sus sueños constantes, a aquel joven de piel apiñonada, de sonrisa resplandeciente y cabellos tan oscuros como la misma noche, y esos ojos verdes como el musgo. Y de escuchar su voz a veces la imaginaba escuchar como eco en las estrechas paredes de su hogar.
- No Camille, no le he vuelto a ver, tras lo sucedido, mi hermano me ha amenazado con contárselo a nuestro padre. - confesó melancólica e impotente.
La joven que amasaba la masa para pan, se detuvo para contemplarla con lástima.
- Ay, señorita. Pero usted debe volver a verlo. - sugirió angustiada la joven.
Ella le observó con duda en la mirada para luego negar con el semblante caído.
- No Camille, es solo un capricho mío que de seguro pronto ha de desaparecer. - aseguró vehemente.
- Además, ahora que mi hermana se ha ido a Florencia, lo mejor sea que yo la alcance. - zanjo decidida.
La muchacha suspiró resignada y retomó su tarea.
- Bueno si es lo que usted desea... - aceptó, pero pronto se detuvo y se quedó sopesando.
- ¿Qué usted no dijo que el joven era italiano? - recordó.
Captando inmediato la atención de la muchacha.
- Un joven obrero italiano de personalidad humilde, pero resplandeciente. - mencionó en recuerdo de las palabras dichas por su señora.
Y una vez más Nathalia no pudo evitar ilusionarse y soñar con la dulce Florencia.
No tardó tiempo en escribirle una carta a su padre a quien pedía encarecidamente el viaje a Florencia para convivir con la familia de su difunta madre y además cuidar de Sofi.
Su padre poco convencido y reticente la enfrentó en una comida a la hora del almuerzo días más tarde.
- ¿Cuál es la urgencia? - se pronunció.
Sorprendida por la rudeza y templanza de su padre estremeció, pero en el acto se recuperó y tomo la valentía.
- Deseó encontrarme con mi hermana, señor. - contestó congruente.
El hombre inapetente se tomó su tiempo para sopesarlo, más una semana luego le cedió a su hija el gusto. Condicionada Nathalia viajo al lado de sus damas de compañía bajo la tutela de su institutriz.
En Florencia no solo la esperaba la bienvenida calurosa de su tía Verona quién aguardaba, sino de su primo Agustino el cual se mostraría tremendamente interesado en ella.
Sin saberlo aquel viaje la marcaría de maneras que nunca hubo jamás antes imaginado, y que algún día recordaría con pesar.
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- Le vengo a pedir, señor, la mano de su hija a quién le tengo tremendo afectó y profunda devoción. Déjenme le pido desposarme con ella. - pidió sincero el muchacho.
La señora Adele no cabía de la emoción y perplejidad, tomando el brazo de su esposo Albert quién inapetente mantenía la mirada en el muchacho desgarbado y casquivano. Era de dominio público las habladurías y la poca seriedad con la que se manejaba el joven Tobías Lathòn.
Pero, a pesar de ello su familia de buena alcurnia y clase social se codeaba con la aristocracia y burguesía del sector.
- ¡Magnífico! Sí muchacho, claro que tienes nuestra bendición y aprobación- aprobó la mujer.
Todos exaltados por la efusividad de la señora Adele se mantuvieron perplejos a excepción del joven Tobías que sonrió al escuchar las buenas noticias, estaba aprobado, se casaría con la muchacha más hermosa del sector, con la bellísima Merida Lumberth.
Rápido sus ojos saltones cayeron en la muchacha de rostro dócil y entristecido que permanecía sentada con la cabeza gacha, el semblante rendido, tras aquella careta resguardaba la peor de las amarguras.
Se casaría.
- Hijo disculpa, pero creo que mi opinión sobra si mi hija aún no ha dado su consentimiento. - expuso.
La mujer abrió los ojos al escuchar lo que su marido decía y rápido posó su mirada en la chiquilla.
- Eso está demás, Merida está emocionada, ¿No querida? - añadió.
Todos se quedaron expectantes a la respuesta de la joven que tras un largo silencio levantó la cabeza y observó a su madre, impaciente, luego a su padre, tranquilo y con aquella sobriedad, y después al muchacho de sonrisa ensanchada.
- Ya habla niña. Acepta, ¿qué es este suspenso? - presionó la madre.
- Déjala mujer. –
- Dime doncella mía, ¿Aceptas desposarte con este fiel siervo? –
Y fue entonces en que a la mente de Merida le pasó en escapar, justo en el momento en que todo a su alrededor se congelaba, pensó en saltar por la ventana y huir al norte, al este, a las montañas y vivir como una salvaje, pasar hambre y morir de frío que vivir aquel tormento.
Ser una despreciable rata debía ser mejor que aquella vida. O ser una mísera hoja. Eso era preferible a no ser nada.
- Sí. - susurró.
Y el viento se robó su respuesta.
- Creo, que lo mejor es darle tiempo y dejar que lo piense. - opinó el hombre.
- ¡De eso nada! ¡Pero qué desfachatez! - exclamó la madre indignada.
- Adele. - sentenció.
- ¡Responde ya niña insulsa! - demandó impasible.
Si tan solo hubiera otra salida, pensó. Una donde no tuviera que pensar más, ni decidir, ni ceder. Otra salida... otra vida.
Tan solo quizá...
- ¿Acaso hay alguien más mi señora? - cuestionó el joven Tobías.