El Secreto De Capinshor

CAPITULO III: -EL EXTRAÑO HOSPITAL-

La tarde y sus difuntos arreboles comenzaban su retirada. La gran pregunta que me hice y hacía antes de pisar estos valles de monstruosa locura, era si valdría la pena tanta osada curiosidad como para continuar con esta abstracta relación con lo desconocido. Mi mente abolía sus más nefastos pensamientos, y en consecuencia me aturdía el hecho de trascribir mi experiencia como una clara y seria investigación.

» Ya no era sólo una aventura —me dije— no era sólo un viaje de placer, sino todo un campo nuevo e inconexo con la antigua literatura que obligaba a una certera y renovada interpretación.

Alejado de toda aquella irredimible y fantástica arquitectura biológica, sugerí a mis pasos envalentonados atravesar una vez más los musgosos valles en busca de clamorosas respuestas.

» Fue entonces cuando descubrí el valle... «

Aturdido aún por las inquietantes visiones anteriores, avancé como pudieron mis trepidantes piernas y la cada vez más tenue luz del sol, atravesando cobrizas y musitadas arboledas mutantes, todas ellas, en su mayoría, cercadas por pantanosas laderas de un verde ceniza. Una de éstas, en particular, distrajo mi desarticulada atención. Un embalse cenagoso de un peculiar color turquesa, abríase con enmarañada violencia vegetativa la cual, expulsaba desde sus espesas aguas ciertos hálitos purulentos que dejaban entrever perturbadoras y veloces sombras de compulsivo terror.

Por un poco más de un kilometro y medio, hiendo cuesta abajo en orientación noreste, un nuevo y sorpresivo camino boscoso, ciertamente intervenido por manos humanas, encontró mis pisadas justo frente a un abandonado e insospechado hospital de insignia militar:

"Hospital Clínico Militar de Capinshor"
-fund. 1834-

» ¿Cuán disonante idea o melodía macabra habrá gestado un lugar así, en un hábitat de siniestra percusión cósmica donde sólo brillan agitadas las omnipresentes y perturbadoras estrellas?

Aquel sitio de desolada y musgosa penitencia, sólo podía ser obra de algún aturdido y excéntrico orador de locura. Cada rincón del edificio, cada borde y espacio mostraba los rasguños intransigentes del tiempo, al igual que la gruesa y tupida maleza que precipitaba su verdor en la mayor parte de su estructura.

Embelesado por su antigüedad, decidí acceder al recinto con la siempre frágil quietud. Todo desbordaba misterio a medida que mis pasos se aproximaban a la puerta principal.

Los ventanales cobijaban extrañas y aromáticas flores rojizas, parecidas por su forma a los parásitos acantocéfalos que al menor tacto o excitabilidad de su entorno enrollan su estructura, en este caso el tallo y los pétalos, al sentir el roce de mis manos, escondieron su fisonomía en el interior de un bulboso receptáculo cartilaginoso.

La oscuridad asfixiante había llegado finalmente bajo mis zapatos.

» Seguramente ha de ser las nueve de la noche por la posición eclíptica del sol —susurré al mirar figurativamente mi reloj descompuesto al unísono de la claridad astral.

» ¡¿Regresar al carro?! ¡¿Pero qué clase de insinuación suicida es ésta?! —pensé atónito ante tal nebulosa mental que me envolvía.

» ¿En qué estado de vesania habrá deshilvanando el pensamiento que como un rayo cruzó los acantilados de mi mente?

Retraído en mi cuestionamiento. Fijé la mirada en aquel habitáculo de misterio que se erigía frente mío. En medio del torvo paisajismo, de un horror aún mayor que lo desconocido.

Sin mayor esfuerzo que el necesario, empujé la puerta con algo de culposo vandalismo, no sin antes haber encendido una cerilla para un nuevo trozo del mutilado mapa que guardaba en mi pantalón. Ingresé al interior sólo los centímetros que permaneció mi pié derecho suspendido en el aire.

El lugar por dentro era espantoso. Parecía un biológico campo de batalla entre la demencia y la razón. El viciado aire era casi insoportable y la humedad del entorno se sentía como un antiguo y escalofriante mausoleo.

Todo, absolutamente todo me parecía una siniestra obra compleja y antinatural, un escenario ominoso que transgredía mis cada vez aturdidos ojos mentales. Francamente no había lenguaje descriptivo que pudiera representar fielmente el cúmulo de sensaciones aterradoras y perversas. Había una maligna armonía en todo cuanto observaba.

Desde el marco de la entrada, y bordeando mi costado izquierdo, pude notar la presencia de delgados filamentos de azul rojizo; similares a venas y arterias de distinto grosor y longitud, cubriendo amplios y extensos pasillos y paredes como raíces o mallas punzantes, todas ellas, dispuestas de forma aleatoria en medio de la sombría humedad de sus cimientos, con enmarañado salvajismo.

Podría decir que la muerte, a estas alturas, lamía mis ojos con cierto desollador frenesí, mas mi intensa e irremediablemente curiosidad investigativa, sumado a la vasta experiencia en cátedra universitaria que me auspiciaba, fueron motivos suficientes para usurpar un nuevo trozo de enigma.

» Maldito mapa, a penas un atisbo y ya se ha consumido. Si continuo mordiendo a pedazos su cuartilla, lo más probable es que el próximo trozo sea yo —susurré irónicamente mientras le arrancaba otro fragmento y encendía un nuevo cerillo en los gélidos corredores.

» ¡Santo Dios...!, ¡pero qué trágica y endemoniada alucinación es ésta! —grité al adentrarme a una de las tantas salas de enfermería, hallando en uno de sus costados, un indescriptible vertedero de restos humanos arrumbados entre sí.

La escena era simplemente escalofriante y perturbadora.

En un tembloroso pero certero barrido visual, pude constatar que algunos de los cadáveres mayormente expuestos vestían singulares y antiguos atuendos militares de la época, otros, vestimentas médicas o de auxiliares en enfermería y, claramente también, a algunos pacientes clínicos avanzados por la clara expresión y forma de sus desorbitados rostros y cabezas.




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