El secreto de Diego

Nueva Escuela

Amalia contemplaba con resignación su reflejo en el espejo. Nada había cambiado allí, salvo el uniforme que vestía. Ernesto, su padre, al darse por vencido y ceder a las recomendaciones de sus pocos amigos, había matriculado a su adorada hija en uno de los más prestigiosos colegios de la ciudad, al que asistían hijos e hijas de importantes políticos, empresarios y médicos colegas del Hospital en que él trabajaba. La angustia que le producía ver a su pequeña aislada del mundo, lo llevó a considerar un entorno religioso y moralista como última alternativa para encausar su amargura y asegurar, por fin, su futuro.

Esta decisión había sido tomada, por supuesto, sin consultar a Elena, su actual esposa, que de seguro habría estado en contra. Mucho menos iba a preguntar a Amalia, que se mantenía inmóvil frente a su espejo, intentando asimilar que asistiría a una escuela en donde llevar la falda dos dedos sobre su rodilla y abrazar a algún compañero de sexo contrario, estaba prohibido. Le costaba aceptar que su padre asumiera que aquello era lo mejor. Ensimismada en su discusión imaginaria, tres golpecitos que identificó muy bien sonaron en habitación.

—No será tan terrible —murmuró Elena a través de la puerta. Amalia no respondió y no bajó a desayunar hasta que oyó alejarse los tacones delicados de su madrastra. Su relación no era la mejor, y a pesar de la gran cantidad de tiempo y energía que Elena ponía en generar confianza con la hija de su esposo, ella seguía ignorándola. Pero no se daba por vencida. La observó bajar por la escalera mientras aplaudía entusiasmada, cómo una madre que lleva al kínder por primera vez a su pequeña hija.

— ¿Estas ansiosa? Espero que no estés muy atrás en relación a tus compañeros. Si necesitas ayuda, recuerda que nosotros podemos... —Su voz se perdió en la mente de Amalia, que no deseaba escucharla. Jamás la aprobaría como reemplazo de su madre, por lo que escapaba de cualquier muestra de afecto o preocupación. Sin rastro alguno de culpa, se volteó para despedirse e interrumpir su monólogo.

Elena volvió a hablar con la dulzura que la caracterizaba:

—¿Te llevo? —preguntó. Y un nuevo desaire fue la respuesta que obtuvo. —Lo siento cariño, tu padre me lo pidió —replicó, esta vez, sin dar espacio a negociación.

Amalia asintió de mala gana para salir dando un portazo en la puerta principal y subir al auto en completo hermetismo, sin decir ninguna palabra o cruzar mirada alguna hasta la puerta del colegio. Amalia bajó sin despedirse, sin agradecer y sin siquiera voltear.

—¡Nos vemos en la tarde! —alcanzó a gritar Elena. Pero nada sucedió. Ella de verdad apreciaba a Amalia, no era un afecto fingido ni interesado, era una buena esposa y una buena madrastra, pero no era su madre. Amalia no podía y no quería quererla de un día para otro o de un mes para otro o de un año para otro o... bien, llevaba ya seis años. Elena la siguió con la vista mientras se alejaba y tomó un gran respiro antes de retirarse. Ya no sabía qué hacer.

Las clases habían comenzado en Marzo, y Amalia se integraba en Abril. Había perdido el último año por su explícito desinterés en los estudios y debía volver a cursarlo en un nuevo establecimiento. El mayor problema se presentó cuando ningún colegio se mostró interesado en recibir alumnas como ella. La vacante en el Instituto de Ciencias y Humanidades al que comenzaba a asistir, había sido arreglada por el Dr. Henz, un antiguo amigo de su padre y miembro de una familia típica que poco tenía que ver con Amalia: Un padre arrogante, un hijo presumido, una esposa perfecta y un perrito insoportable.

El enorme portón metálico que indicaba el ingreso al instituto le dio la bienvenida. Tras él, un hermoso jardín de pasto exageradamente verde y bien cuidado antecedía al hermoso edificio en donde un hombre de unos 60 años, vestido con delantal azul y dueño de una orgullosa y enorme pansa, recibía a los estudiantes.

Ella se acercó y saludó con amabilidad:

—Soy Amalia Vargas, ingreso hoy al Cuarto Medio B, soy nueva aquí, ¿podría decirme como llegar a mi clase?

El hombre sonrió y de forma cariñosa indicó el camino. Ella agradeció y con paso decidido avanzó hasta el salón. Era un colegio muy lindo, de amplios pasillos y enormes ventanales por los que el sol de otoño entraba a raudales. Era evidente que sus dueños buscaban hacer notorios alardes de grandeza con esa costosa construcción. Algo típico para la gente de buen nivel económico, pensó. Cuando estuvo frente a la puerta de su nueva clase, pudo ver a una caucásica profesora dirigir la clase a unos perfectos alumnos.

Amalia sintió la rabia comenzar a salir. Ella sentía un profundo rechazo por aquellos de clase alta. Su madre, que había llegado desde un país extranjero, a pesar de ser médico, al igual que su padre, había sido constantemente aminorada en sus trabajos y discriminada de forma voraz por sus raíces morenas y altiplánicas. Aquella situación se había vuelto constante y se agravaba día a día, por ello, su familia jamás había asistido a las fiestas del Colegio Médico y se mantenían alejados lo más posible de esa burbuja de grandeza que rodea a los sectores acomodados. Sin embargo, este año no había tenido más opción.

Golpeó con desanimo la puerta, y con un gesto, la profesora la invitó a pasar.

—Tú debes ser Amalia, ¿cierto?

Asintió mientras examinaba a sus compañeros de clase, pudiendo ver todos esos ojos de colores observarla. La evaluaban detenidamente y ella lo sabía. Sus ojos no eran verdes, ni azules, ni castaños. Eran negros como el carbón, y lo bronceada de su piel no era producto de sus costosas vacaciones. Ella era así, del mismo color que la tierra, y ellos eran de algún país que ella no quería conocer.

—Amalia, puedes sentarte en ese lugar, mientras conoces a tus compañeros. —Su profesora indicaba uno de los asientos desocupados del salón. Junto a él, los únicos ojos que no la miraban. El único cabello negro del salón, aparte del suyo. Un chico distraído miraba hacia la ventana en lugar de observar el show de la compañera nueva.




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