El secreto de Diego

Curiosa Rutina

El día comenzaba a las 6.00 am en casa de Amalia, con un ritual inamovible: el desayuno familiar. Cada vez que su padre volvía de un turno o se preparaba para el trabajo, aquel tranquilo momento de silencio se llenaba de incómodas preguntas y escasas respuestas. Por desgracia, las extensas jornadas de trabajo como Internista en el Hospital de su ciudad y la difícil relación que su hija mantenía con Elena, habían ocasionado que ambos se transformaran, casi por completo, en unos desconocidos. Ernesto preguntaba con real interés y cariño, pero le era imposible traspasar la barrera que entre ellos se había edificado. Y Amalia, quien a veces deseaba un momento junto a su padre, era incapaz de entablar un mayor diálogo con él. Conversaciones frías, carentes de honestidad y entusiasmo se repetían día a día.

Amalia sabía que era él lo único que tenía, la única persona que siempre le sería incondicional, y habría querido contarle que estaba mal, que ya iba casi un mes de escuela y dos semanas de ley del hielo sobre ella. Que nadie le hablaba, ni la saludaban, ni preguntaban por su día. Pero las palabras no salían de su boca, y las lágrimas no salían de sus ojos. Sabía que si debía llorar, no sería por algo así, había pasado cosas mucho peores y no malgastaría sus lágrimas en ello. Aunque a veces deseaba hacerlo.

Con pesar, dejó de almorzar. Su mente supuso que si nadie quería hacerlo con ella, entonces nadie lo notaría. Pero estaba equivocada.

Elena, que no le quitaba los ojos de encima, fue la primera en darse cuenta. Amalia no era una chica delgada, por lo que 14 días sin almorzar se apreciaron claramente.

Aquella mañana, una decidida madre esperaba junto a la puerta:

—Amalia, tú no necesitas una dieta. Por favor lleva este almuerzo que preparé. Está muy sano, no te hará engordar—. Había dicho Elena con tono seguro y una pequeña lonchera en su mano. Con dedicación y pensando que su "hija" estaba a régimen, había preparado una deliciosa y saludable comida. Pero a Amalia no le importó. Ella no quería nada que tuviera que ver con esa madre impuesta a la fuerza.

—No soy tu hija y no estoy a dieta.

Elena insistió con firmeza durante el trayecto a la escuela, hasta que con enfado, Amalia tomó el almuerzo y salió del auto.

Odiaba que le dijera hija, ella no lo era y no quería que sintiera que tenía algún derecho solo por ser la esposa de su padre. Por si fuera poco, consideraba una falta de respeto hacia su madre que alguien más quisiera usar su título.

Los días habían pasado sin diferencia alguna, su compañero la ignoraba y ni tan despacio, Amalia se sumó al silencio que lo envolvía. Al llegar la hora del descanso, miró hambrienta la lonchera. Intentó ignorarla, pero ¡moría de hambre! Tomó su almuerzo, con él aún a su lado, y como su madre le había enseñado desde pequeña, se preparó para compartir, y es que "en nuestra familia se comparte hasta lo que no se tiene".

Ella conocía la respuesta, pero preguntó de igual forma, por cortesía extendió su almuerzo, ofreciendo a Diego ser parte de él:

—¿Quieres un poco? —dijo en un susurro perfectamente audible en ese pequeño espacio de silencio que los rodeaba.

Esperaba una negativa fuerte y clara, pero su reacción fue, en todo sentido, desagradable. Primero la miró con asombro, luego observó el almuerzo, la volvió a mirar casi con asco y se fue.

Eso sí la molestó.

"No le volveré a hablar, nunca más. Que hombre más arrogante."

Engulló enojada el liviano almuerzo que Elena había preparado, aun estando ocupada con sus consultas, se había hecho el tiempo de prepararlo... ¿tanto quería llevarse bien con ella?

Clavada en sus pensamientos, un golpe en la mesa la trajo de vuelta a la realidad. Frente a ella, una botella de agua, y a su lado, Diego recostándose sobre su silla, mirándola fijamente.

—¿Qué? —preguntó intentando sonar agresivo, pero con la voz suave que salía de sus labios, el resultado era todo menos intimidante. Eso, sumado a la diminuta sonrisa que se dibujaba en sus labios por el disfrute que el rostro asombrado de Amalia le provocaba, volvía su monosílabo una perfecta y dulce escena—. ¿No lo quieres? —insistió Diego desafiante, sin quitarle los ojos de encima.

—Sí, gracias. Así que... ¿también puede ser amable? —respondió ella para hacer evidente su sorpresa.

Diego mantuvo su mirada sobre ella. Tenía los ojos de un color azul tan oscuro que podría confundirse sin problema con el negro de los ojos de Amalia. Sin responder, volvió a su mundo y el día continúo en silencio, como de costumbre. Lo maravilloso de este evento, fue que se repitió cada día.

—¿Quieres? —preguntaba Amalia enseñando su almuerzo, y Diego tan sólo volvía con un agua. Así, sin decir nada. Hasta que entonces, sucedió.

—¿Por qué comes eso? ¿eres anoréxica? ¿no te da hambre?

Diego cambió aquella tarde el típico tono desafiante que usaba con Amalia, por uno burlesco y despreocupado. Miraron juntos el almuerzo, y en efecto: solo ensaladas, y claro que Amalia quedaba aún con hambre, pero no hablaba con Elena, ¿cómo podría haberle dicho?

—No es asunto tuyo —sentenció.

Giró su cuerpo y retornaron al silencio.

Esa noche, Amalia casi no descansó. Llevaba días en que en sus sueños lo único que podía ver, era el azul intenso de los ojos de Diego.

La mañana siguiente, Elena preparaba el desayuno sola, ya que Ernesto estaba aún de turno. Al momento de retirarse, tomó la típica lonchera del almuerzo de su hija para cariñosamente ofrecerle su dedicada preparación.

—Amalia, toma, tu almuerzo —dijo extendiéndole el paquete. Pero Amalia no lo recibió. Titubeó un segundo, y habló:

—Elena, tú... ¿crees que puedas poner un poco más de carne y algo de arroz?

Estaba avergonzada, aquella era la primera vez que le pedía algo a Elena, quien tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular su sonrisa triunfante.

Aquella mañana, Diego no fue a clases. Faltó por tres días.




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