El secreto de Diego

Amigos con Secretos

Amalia y Diego continuaron almorzando juntos a diario, pero no fue hasta unas semanas después que su amistad comenzó realmente, un día que Amalia recordará para siempre, no solo por la alegría que sintió al derribarse el muro que rodeaba a Diego, si no porque aquel era el primer amigo que la vida le entregaba.

Las clases habían terminado, y como era costumbre, Diego se levantó con rapidez y se fue. Por su parte, despacio y con calma, Amalia ordenó sus cosas y se puso de pié. Ya estaba acostumbrada a que se fuera sin despedirse y aun no tenía la confianza suficiente para tomar aquella iniciativa; por lo mismo, fue incapaz disimular la sorpresa al levantar la vista y verlo allí, afirmando su delgada espalda en el marco de la puerta, con su erguida figura y sus pies cruzados uno sobre otro. Por si fuera poco, Diego observaba cada uno de sus movimientos, haciendo que su equilibrio fallara a cada paso que daba. Cuando por fin llegó a su lado, él se giró y comenzó a caminar. Perpleja, Amalia se mantuvo de pie frente a la puerta observando cómo se iba.

—¿No vienes? —preguntó Diego con un tono dulce desconocido para ella, quién se apresuró a caminar junto a él.

Avanzaron con una conversación indiferente y forzada producto de su poca experiencia con los diálogos amistosos. Él hablaba muy poco, y aunque ella tenía muchísimas ganas de hacerlo, las palabras no encontraban orden lógico en su cabeza. Ninguno dijo palabra alguna mientras esperaban el autobús. Subieron juntos al mismo y Diego se despidió cuatro paradas antes que Amalia. Vivía en un barrio relativamente acomodado, con delicadas y bonitas casas en tonos pasteles que hacían juego con la perfección del césped y la apariencia segura del sector.

"¿Qué tipo de familia tendrá? ¿Pagarán este costoso colegio para que su hijo sea exitoso? ¿Lo harán porque les preocupa su educación? ¿O tal vez solo les interesa que se relaciones con esa clase de gente? ¿Serán una familia típica y perfecta?"

Amalia continuó observándolo hasta que lo perdió de vista, para seguir el camino sola. Estaba llena de preguntas para Diego, pero de seguro, él jamás las respondería. Por ahora, le bastaba con soñar con él.

Por la noche, minutos antes de subir a su habitación, se aproximó con timidez al despacho donde Elena y Ernesto trabajaban. Tosió despacio para sacarlos de la concentración con que leían y se arrimó al escritorio en una de las sillas. Elena la observó con extrañeza, puesto que en los seis años que llevaba viviendo junto a Ernesto, jamás se había acercado de tal manera. Amalia buscó iniciar una conversación de forma casual, lo que terminó en una forzada sonrisa y una mecánica pregunta:

—¿Qué habrá de almuerzo mañana? —cuchicheó avergonzada.

Elena dio una mirada de asombro a Ernesto, y con una sincera sonrisa respondió que haría lo que ella quisiera. La solicitud de carne y arroz fue para sus deseos de ser madre como una propuesta de matrimonio para una jovencita enamorada.

Amalia agradeció a sus padres y se apresuró en salir del despacho, pero antes de cerrar la puerta, tartamudeo su último petitorio.

—¿Puede ser mucho arroz, mucha carne y un cubierto extra?

Subió con rapidez, antes de esperar la respuesta, pero logró escuchar las risitas cómplices de sus padres en el comedor.

—¿Ves? Sabía que este cambio le haría bien —comentó triunfante Ernesto, al tiempo que abrazaba a su esposa de forma cariñosa y coqueta.

—Yo creo que hasta tiene novio —agregó Elena—. ¿Ya viste que se puso más guapa?

Rieron satisfechos. Amalia había pasado su adolescencia sola, sin amigas ni alguien en quien confiar. Para ellos, que su hija compartiera su almuerzo con alguien más, era un paso enorme en el proceso de sanar el dañado corazón de Amalia.

Amalia ya estaba por terminar su segundo mes en la nueva escuela, Diego ya no compraba el agua solo, ella ya no caminaba sola por los pasillos de ese edificio, y ambos dejaron de volver solos a sus casas.

Los días avanzaban despacio, permitiéndole a Amalia disfrutar de cada pequeño momento junto a Diego. Sin necesidad de apresurar nada, cada palabra, cada nuevo gesto o sonrisa, era un pedazo de hielo que se derretía en ella. Aquella mañana, no sería diferente, hasta que el profesor de Álgebra anunció un test improvisado.

Un silencio absoluto reinaba en el salón. Amalia no paraba de sacudir la mesa con su pie y el mismo tiempo golpeaba la mesa con su lápiz. Escondió su cabeza y miro con rostro de súplica a Diego.

—No sé nada —susurró.

Diego ignoró su súplica para continuar con su prueba. Los minutos avanzaron y el rostro de Amalia palidecía. Diego notó que aún no escribía en ella ni su nombre, y en un movimiento rápido, cambió el encabezado de su test para cambiarlo por el de ella.

Diego respondió dos pruebas, y al final de clase, les entregaron a ambos la nota máxima. Ella era una chica inteligente, pero estaba considerablemente atrasada con respecto a los demás de la clase, y en más de una ocasión, Diego resolvía sus dudas o le permitía copiar en sus trabajos. Él tenía un excelente desempeño; sin duda, era uno de los mejores de la clase.

—¿Por qué no estudias más? —sugirió por fin Diego.

Y aunque ella si lo hacía, el tono preocupado la hizo sentirse bien.

—¿Podrías ayudarme? —replicó ella, pero Diego respondió quedándose en silencio.

Su mirada bajó a la mesa, sus dedos delgados jugaron con un lápiz y por un momento, la tristeza invadió todo su espacio.

—No tengo mucho tiempo —respondió con seriedad, de frente a Amalia, pero sin mirarla—. Solo podría unos treinta minutos al terminar las clases.

Amalia aceptó feliz, asegurándole que con ese tiempo bastaba para ella, en un intento de suavizar ese incómodo momento. Pero le fue imposible. Diego, esta vez, dio por respuesta una mirada dolorida de lástima.

Aunque pasaban cada minuto dentro de la escuela y de camino a casa juntos, él seguía hablando muy poco. Por suerte, Amalia no parecía necesitar más. Su presencia le gustaba, saber que era la única persona en ese salón a quien reconocía, la hacía sentir importante. Tenerlo a su lado la confortaba y la hacía feliz, aunque a nadie le importara, ya que eran aislados por completo del grupo.




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