Con el correr de los días, Amalia confirmó que todo lo que pasaba alrededor de Diego era un misterio; y teniendo eso claro, decidió que no le importaría. Incluso sin saber sobre su vida, seguía pareciendo amable, y eso bastaba para quedarse a su lado. Otro punto a favor, era que tampoco ella estaba obligada a hablar sobre su vida, un trato justo aceptado en forma tácita desde su primer diálogo.
Con la latente precaución de no invadir su espacio, continuaron adentrándose en su curiosa amistad, en la que pequeños gestos y escasas palabras los hacían sentir acompañados. Mucho más de lo que ambos tenían en esa escuela.
Una mañana que prometía ser como cualquier otra, Amalia observó a Diego cruzar el portón metálico que marcaba el ingreso a la escuela. Se despidió con rapidez de Elena y corrió hacia él para saludarlo y acompañar su silencioso caminar, pero no lo encontró allí ni en el salón. Estaba segura de que era él. Para Amalia, era imposible confundirlo con algún otro estudiante y considerando lo extraño que era, no era difícil imaginárselo evadiendo clases para irse a dormir un poco.
Llegado el primer descanso, comenzó a buscarlo por todo el edificio. No estaba en la biblioteca, ni en la cafetería, ni en ninguno de los patios. Faltaban por revisar los gimnasios y la enfermería, pero difícilmente el breve receso se lo permitiría.
Diego tampoco apareció en la segunda clase.
El segundo descanso era más extenso, por lo que se fue directo a los gimnasios para corroborar que no era allí donde su amigo recuperaba el sueño que seguramente había perdido por la noche. Se acercó a la enfermería con la esperanza de hallarlo, pero aquel no era un sitio en donde los estudiantes fueran muy bienvenidos.
Luis, el encargado, era un supuesto enfermero con muy mala reputación. Su trato prepotente y duro con los estudiantes hacían a cualquiera que pasara por allí dudar de su idoneidad para el cargo; eso, sumado a los numerosos rumores de acoso a muchas de las chicas de la escuela, lo convertía en una de las tantas personas desagradables que Amalia pretendía ignorar en aquel lugar.
Golpeó despacio al entrar para no molestar a Luis con sus funciones y así evitar ser reprendida por el osado acto de interrumpirle. Frente a la puerta, y observándola con sorpresa, el funcionario frenó su cuchicheo junto a los docentes de Religión y Gimnasia. Acto seguido, disolvieron la pequeña reunión que llevaban a cabo. Amalia saludó a los docentes y se acercó al escritorio, en donde Luis comenzaba a refunfuñar.
—¿Qué ocurre? —preguntó indiferente, descortés y sin hacer contacto visual con ella.
—Disculpe la intromisión, busco a Diego Zemelman. ¿Estará aquí?
Luis levantó la mirada con notoria sorpresa, se quitó los anteojos para observar a Amalia detalladamente, de pies a cabeza, antes de responder con tono molesto y burlesco:
—¿Por qué lo preguntas?
—Lo he estado buscando, y solo faltaba pasar por acá. Pensé que podía estar sintiéndose mal. Bueno, si no está yo... —Amalia ya había comenzado a salir de la habitación, pero justo antes de abrir la puerta, Luis la interrumpió.
—Pasa, está en la camilla —dijo sin amabilidad en su voz, pero sonriendo de la misma manera en que Diego lo hacía: con lástima.
Amalia abrió la cortina despacio y lo encontró ahí, dormido como un niño, con su boca entreabierta, sus largas pestañas entrelazadas, su delicado rostro sereno, las ojeras más oscuras que de costumbre y su cabello oscuro desordenado en la almohada. Amalia sintió su pulso acelerarse y los latidos de su corazón le parecieron perfectamente audibles, sus manos comenzaron a temblar mientras su mente no dejaba de pensar en la hermosura exagerada de su compañero.
Asustada de este nuevo sentimiento, se giró rápidamente para volver a cerrar la cortina que la separaba de él. Luis ahora la miraba con más lástima.
—¿Qué eres de Diego? —dijo por fin, al mismo tiempo que volvía a su escritorio.
—Compañeros de curso, nada más. ¿Está enfermo?
Amalia intentó desviar su mirada, porque estaba segura, de que cualquier persona podría haber leído en su rostro el sentimiento profundo de admiración y cariño que comenzaba a crecer en su corazón. Incluso sabiendo que Diego con su muro de seguridad, jamás le permitiría quererle.
—Sólo estaba un poco cansado. Ya vuelve a clases —sentenció Luis para dar por terminada la conversación.
Amalia salió de allí con paso acelerado, aún con el corazón bombeando a máxima capacidad y sintiendo el calor subir por su rostro.
Entró al salón repleto de estudiantes sintiéndose sola. La imagen de Diego dormitando confiado le impedía concentrarse, por lo que intentó fijar la vista en la ventana, sin dejar de preguntarse qué sentimiento extraño era el que acunaba. Minutos más tarde, Diego volvió a su lugar.
El silencio que los caracterizaba, en ese momento, se sentía incómodo. Sin mirarla, sin ser grosero pero sin ningún toque de dulzura en su voz, Diego destruyó lo que habían alcanzado, o lo que, Amalia creyó, había avanzado.
—Amalia, que te quede claro: No necesito a nadie que me cuide, no necesito a nadie que me busque, no necesito a nadie que me siga. Y lo más importante, no necesito a nadie a mi lado.
Casi pudo sentirse el estallido. El corazón de Amalia había sido destrozado en mil pedazos, y cada uno de ellos era pulverizado por las palabras que se repetían en su cabeza. Ella había pasado su adolescencia sola, sin nadie a quien recurrir, a quien hablar, a quien querer. Sentía que era suya la responsabilidad de haberlo echado a perder. Él no tenía por qué tener la misma necesidad de compañía que ella, Diego ya había sobrevivido sin Amalia. Sin nadie en aquel salón. Pensó que se había tomado atribuciones que no le correspondían y pudo ver como se alzaba el muro que la separaba de Diego, varios metros entre ellos. No quiso sacar la vista de la ventana, no quiso saber que expresión tenía, no pudo siquiera mirarlo, no fue capaz de acercarse a él. Incluso desde el primer día, jamás le había hablado de esa manera. Apretó con fuerza sus dientes, conteniendo las lágrimas. Prometiendo dejarlo allí y punto, olvidarlo. Pero su corazón iba por otro lado.
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Editado: 08.04.2025