El secreto de Diego

Tarde de... ¿Chicas?

El pastel que Elena horneaba había perfumado la casa de un acogedor olor a vainilla, ideal para una tarde de té en familia, como tanto le gustaba a Ernesto. Él, con un exagerado entusiasmo, organizaba la mesa del té mientras tarareaba una canción. Elena sonreía cada vez que pasaba por su lado. Adoraba verlo feliz.

—¿Y Amalia? —preguntó Ernesto cuando el temporizador indicó que tanto el horno había terminado su labor. Elena le devolvió una sonrisa cómplice antes de responder.

—Dijo que cenaría con una amiga.

Él no supo bien cómo reaccionar. Estaba contento, sin duda lo estaba, pero su curiosidad era cada vez más difícil de controlar. Lo único que sabía, era que aquellas nuevas amistades no podían ser malas, ya que Amalia había repuntado en casi todas las materias, y por primera vez, no había reclamos desde el colegio.

Ernesto sirvió el café y Elena trozó el pastel mientras golpeaba delicadamente las manos de su esposo que intentaba robar pequeños pedazos, a pesar de estar aun ardiendo. Entre las risas y el ambiente alegre de dos personas que se aman, Amalia entró al hogar, con el mismo buen ánimo que ya se había hecho costumbre en todos ellos. Ya había cenado, pero aun así se sentó junto a sus padres e incluso río junto a ellos recordando el incidente de la clase de gimnasia. Se despidió con un beso antes de subir a dormir, y la conversación de sus padres tomó otro rumbo.

—¿Crees que será hora de preguntárselo? —dijo Elena.

— No lo sé... ¿Y si no está preparada? —respondió Ernesto cruzando sus brazos y reclinándose sobre su silla.

—No pretendemos reemplazar a su familia amor... sólo queremos hacerla más grande... —Elena hizo una pausa y observó el cuadro que colgaba en el centro del estar. Amalia abrazaba a una hermosa pequeña. —Una hermanita la haría feliz... incluso podría ayudarla a sanar.

—Dame unos días más. Sólo unos días... —suplicó Ernesto, con las manos de su esposa entre las suyas.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Amalia, que aparecía sin aviso y vistiendo ya su pijama rojo de invierno.

—No es nada cariño... ¿qué sucede? —Ernesto respondió intentando disimular su conversación, aunque Amalia no notó nada extraño. Su cabeza estaba llena de Diego y Reina, apenas podía ponerse a pensar en otra cosa.

—Sólo quería avisar que mañana otra vez llegaré tarde. Pero cenaré con ustedes. ¡Tendré una tarde de chicas! —gritó mientras se alejaba a su dormitorio.

Sus padres se miraron satisfechos. Amalia seguro estaba rodeada de buenas chicas.

Durante las clases del día siguiente, Amalia no logró concentrarse. Movía sus piernas nerviosa, golpeaba su lápiz contra la mesa, se mordía las uñas y reía por todo. Diego la observaba divertido y feliz. Aunque todos los días Amalia veía a Reina luego de estudiar con él, habían ideado una cita privada para ambas. Sería la primera vez para ellas. Una tarde completa de paseo, Reina se probaría vestidos y Amalia se llenaría de papas fritas; pasarían por el cine y llorarían con la última película de amor que se estrenaba.

—Entonces, ¿hoy no estudiamos? —preguntó Diego.

Estaba feliz por Reina. Con todo el aprecio y respeto que sentía por ella, aún le costaba hablarle como a una mujer. Muchas veces, en aquel cuerpo delicado y femenino, seguía viendo a Aníbal. Por ello incluso él se sentía feliz de esa tarde de chicas que sus amigas se concedían. Cosas que tal vez solo ellas entenderían, hablarían su mismo lenguaje y hasta podrían quejarse de él con libertad. Solo le había pedido, en repetidas oportunidades, que no escarbara en su privacidad con Amalia.

El timbré del fin de clases sonó, Amalia se apresuró en ordenar sus cosas para levantarse a toda velocidad y se inclinó hacia Diego.

—¿Estarás bien solo? —susurró.

Un leve sonrojo inundó las mejillas del joven. ¿Cuánto tiempo había pasado ya desde que alguien se preocupaba por él de esa manera? Estaba seguro de que era mucho. Levantó la vista y le sonrió. Amalia no necesitó nada más. Tomó su bolso y abordó el primer autobús hacia el centro de la ciudad. Diego abandonó la escuela solo, por primera vez desde que Amalia había entrado a su vida.

Aquella tarde, el invierno parecía menguar para regalarles un tibio y soleado día. Reina lo agradecía, porque los días de lluvia solo lograban aumentar el frizz de su cabello, que exigía tiempo y dedicación para poderlo controlar; pero además, los gruesos abrigos no le permitían lucir el cuerpo esbelto y elegante que había conseguido entre ejercicios y hormonas. Inmersa en la contemplación de su cuerpo frente a los cristales del centro comercial, ignoró los brazos de Amalia que se abalanzaban sobre ella.

Se abrazaron, seguro que nadie creería que habían estado juntas el día anterior. Parecían hermanas que llevaban años sin verse. Caminaron incansablemente, con un sinfín de temas por hablar, hasta que Reina salió del probador con el hermoso vestido que tanto ansiaba comprar. Amalia la observó anonadada. Y todos a su alrededor también.

—¿No te molesta que te miren tanto? —preguntó ella, mientras ayudaba a Reina a acomodar la cremallera.

Habría querido ignorar las incontables miradas que Reina recibía, algunas de desprecio, otras de asombro, de sorpresa e incluso de admiración, pero sintió que había sido demasiado.

—He pasado así mi vida entera, Amalia. La verdad es que no me molesta. He decidido que quienes deberían acostumbrarse son ellos. Cada vez somos más los que salimos de ese clóset horrible. Me cansé de esconderme, así me gusta y estoy bien... "Libre soy"... ¿no crees?

Amalia no pudo evitar reír, mientras su amiga tarareaba esa pegajosa canción de Disney. Ella la admiraba. Cada vez que presenciaba la forma en que ella burlaba la mirada inquisidora de los demás, se preguntaba si habría sido capaz de lo mismo.

—¿Vamos ya? —preguntó Reina al notar la molestia de su amiga—. Aún falta que nos pintemos las uñas —rio.

Compraron pizza para la cena y caminaron del brazo hasta el autobús, con la alegría desbordándoles el corazón. A medida que se acercaban a casa, Amalia comenzó a sentir la emoción que le generaba ver a Diego. Sabía que estaría allí y que probablemente estaría durmiendo, y la imagen de su rostro sereno la hizo temblar. Entró con timidez a esa casa que no parecía un hogar, deseosa de encontrarse con sus ojos, pero él no estaba allí.




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