Aquella, fue la primera vez que Amalia celebró la precariedad del transporte de su ciudad. Ante la agradecida demora, los minutos entre ellos se extendieron, obligándolos a caminar uno al lado del otro por cerca de una hora. Ambos se sentían alegres y livianos.
—Entonces... ¿ustedes se quedaron solos? ¿Cómo lo hiciste? —preguntó Amalia con asombro.
La tarde se despedía y la noche comenzaba a descender. Una brisa tenue acompañaba su andar y Diego parecía disfrutarlo. No paraba de decir que debían ir más rápido, pero su caminar pausado demostraba lo contrario. Avanzaba despacio, meditaba cada pregunta que ella hacía para responderla nada más que con sonrisas. Tenía ganas de hablar, pero solo Reina había sido capaz de escuchar su historia sin sentir lástima. Tal vez porque su vida no era, en ningún caso, mejor que la de él.
Debía escapar de aquel interrogatorio, a pesar de lo agradable que se sentía aquel momento, pues evidenciarse por completo era una opción que descartaba desde el comienzo, y ese dialogo, terminaría necesariamente en aquello que tanto escondía. Ella lo notó, pero tampoco estaba dispuesta a perder la oportunidad de saber quién era realmente su amigo.
—Nunca respondes mis preguntas, ya te dije que no son tus secretos los que me importan —le reprochó.
Ya estaban frente a la última parada del autobús, el camino que debían andar había terminado. Diego observo los ojos profundos de Amalia, que le exigían honestidad. Ella había hablado claro, esta vez no había vuelta atrás.
—Bien, ¿qué quieres saber? —dijo, asumiendo que era el momento de hablar.
Ella ya había contado parte de su historia y estaba agradecido de esa confianza. Simplemente marcaría la línea entre lo que puede y no ser revelado.
—Ok. Nací el 8 de...
—Lo importante, ¿vale? —interrumpió ella.
—Vale. Aunque mi nacimiento es el hecho más importante de mi vida —bufoneó—. Como te dije antes, somos la segunda familia de mi padre. Él era concejal en la ciudad, nunca nos reconoció, a pesar de que todos saben que es él el responsable de que Amparo y yo existamos. Murió y luego mi madre no lo soporto. Fin. Es eso, no hay más.
—¿Cómo hiciste para vivir con Amparo tu solo?
—Bueno, aunque él no nos reconoció jamás, no era un mal padre. Lo veía poco, pero cuando estaba, era bastante agradable. Nos dejó con buenos seguros, la casa está pagada, la escuela también. No pueden expulsarme aunque quisieran. Amparo asistirá a la misma, lo cual es terrible. Tan solo espero poder llevármela luego y salir de aquí.
—Pero... ¿y tu abuela? ¿Dónde está?
—Con sus otros nietos... y esto no lo saben en la escuela. Ella nos dejó cuando Amparo tenía un poco más de un año, alcancé a estar con ella solo seis meses.
—¿Se fue así, nada más? Pero tú aún eras menor de edad.
—Así nada más. Nunca aceptó que fuéramos producto de una relación pecaminosa. Aunque su hija amaba tanto a mi padre, que incluso fue capaz de abandonarnos para seguirlo.
Amalia lo miraba sorprendida. Pensó que era un chico muy maduro y comprensivo, pero la realidad era que Diego había bloqueado todo tipo de sentimientos hacia a su familia y hacia los demás. Excepto por su hermana.
—¿Pero y cómo lo hiciste con Amparo? Aún no lo entiendo. La escuela y esas cosas, ella era muy pequeña.
Diego se volteó con una hermosa sonrisa que evidenciaba el infinito amor que sentía por esa pequeña que tenía sus mismos ojos. Su tono de voz se volvió dulce y en su mirada el pasado se veía hermoso.
—Solo la cuidé —respondió—. Hice cuanto pude por ella. Antes de ir a la escuela, la dejaba en la guardería, al salir, la pasaba a buscar. Se colgaba de mi cuello como un mono cuando me veía llegar. Y no sabes cuánto me alegra que aún lo haga.
Amalia lo observó maravillada. Observarlo hablar con tanta fascinación sobre su pequeña hermanita hizo que lo quisiera mucho más. Diego era dulce, preocupado, respetuoso, atento... ¿qué podría tener, que no lo hiciera amarlo?
—Eres casi su padre para ella. Tú la criaste, y lo hiciste solo.
—No, Amalia. Me habría encantada hacerlo, pero no pude. La guadería no tardó en darse cuenta y me la quitaron. No me la entregarán hasta que mi casa sea un lugar apropiado para ella, y no sé cuándo será eso. Ni siquiera sé si yo soy él apropiado para cuidar de ella. A penas puedo mantenerme solo... —murmuró.
Su mirada ya no era alegre y su sonrisa desapareció. Sentado mirando al piso, parecía un hermoso cristal hecho trizas. Amalia se sentó a su lado y dejó caer su cabeza sobre el hombro de Diego.
—No nos tengas lástima —refunfuño sin escaparse de esa diminuta demostración de afecto.
Amalia no levantó su mirada para responder.
—No lo hago. Creo que tienes una hermosa hermanita —dijo en un suspiro. Su cabello colgaba sobre la espalda de Diego, sus manos temblaban de frío y sus ojos se nublaron al recordar a su hermana—. Extraño tanto a la mía, ella... Lía me hace falta.
—¿Así se llamaba?
—Era un demonio caminante —respondió entre risas al recordar su casa hecha un desastre, sus ropas sucias, sus zapatitos diminutos—. Diego, permíteme estar junto a Amparo, por favor.
—No. —Diego respondió sin siquiera pensarlo y volteó su rostro hacia Amalia, que había retirado su cabeza sorprendida. Muy cerca uno del otro, se observaron en silencio.
—Ella ya ha sufrido lo suficiente. Harás tu vida en algún momento y Amparo no necesita perder a nadie más. —Su rostro serio hizo temblar a Amalia.
—No tengo pensado alejarme, Diego. No me iré a ninguna parte. Pienso quedarme junto a ti, para siempre. No te dejaré. Nunca.
Si ella se hubiese sonrojado, si su voz hubiera temblado, si un toque de duda se hubiese sentido en su voz, él habría pensado que hablaba sin saber lo que realmente decía. Pero ella hablaba con tal seriedad, que Diego no fue capaz de responder.
—Bien, ¿nos vamos? —dijo levantándose. Hizo parar el autobús y volvieron como siempre, en silencio.
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Editado: 08.04.2025