Los padres de Amalia estaban sorprendidos con los cambios en su hija. Hablar con ella se estaba volviendo fácil y agradable. Con el pasar de los años, habían olvidado su risa ligera y su mirada amistosa. Algo estaba cambiando, y a lo que fuera o a quien fuera, ellos le agradecían cada noche.
En gran medida, sus nuevos amigos eran los responsables de su alegría, pero la diferencia había sido marcada por Amparo. Diego había permitido que la visitara tres días a la semana, y eso fue suficiente para ayudarla a sanar. Incluso él sonreía más a menudo, provocando pequeños infartos en la pobre Amalia, que vivía a punto de derretirse con cada una de sus miradas.
Una mañana de lunes en que él no apareció por la escuela, recibió la llamada de emergencia de Reina. Ella no explicaba nada, solo decía que la esperaría en la salida del instituto para ir a casa cuanto antes, algo le pasaba a Diego.
Reina la saludó con rostro preocupado, esquivando las incómodas miradas que los demás alumnos le lanzaban. Seguro el tema de mañana sería la extraña amistad de Amalia.
—¿Qué pasó? ¿cómo está Diego? —investigó, pero Reina respondió con silencio—. No me asustas —murmuró corriendo tras ella para poder seguir su paso.
Llegando a casa la llevó directo a la habitación de Diego, quien, recostado sobre su cama, aún en pijama, tapaba su cara con uno de sus brazos. Entró despacio, casi de puntillas, y se arrodillo junto a su cama. Murmuró su nombre con la voz temblorosa. Diego, como era de esperar, respondió con tono molesto.
—No es nada, puedes irte —masculló sin quitar su brazo del rostro.
Amalia miró a Reina para intentar adivinar que ocurría, pero ella se limitó a alentarla a profundizar su diálogo. Sin entender aún, se levantó para sentarse junto a él. Estaba preocupada y su corazón parecía tener vida propia, temiendo que incluso Diego pudiera escuchar sus latidos desenfrenados. Estaba en su cama, junto a él, a segundos de morir de amor.
—¿Qué pasó? ¿Amparo está bien?
Y por su reacción, pudo entender que ahí estaba el problema. Diego se sentó afirmando su cabeza, escondiéndola entre sus grandes manos.
—¿Soy así de evidente? —respondió.
Acomodó su oscuro cabello y le sonrío a sus amigas.
—¿Qué es? ¿qué le pasó? ¿está bien? —Amalia estaba comenzando a preocuparse, Reina los miraba de pie en la puerta. Ella ya lo sabía.
—Está bien. Aún parece un monito... —murmuró con una sonrisa triste para volver a cubrir su rostro y continuar—. Quieren quitármela otra vez. Hay una familia que quiere adoptarla, es una buena familia. Tan buena, que estoy seguro que la de nuevo...
Hizo una pausa para volver a recostarse sobre su cama. Amalia notó lo triste que estaba, pero además notó su piel pálida, que se asomaba entre los botones del pijama. Intentó mantener la compostura y centrarse en el problema de su amigo apartando la mirada de su tentadora posición.
—¿Puedes hacer algo? —preguntó.
—Sí, pero no creo que deba. De todas formas no tengo nada que ofrecerle. Con ellos estará bien, segura y amada. Tendrá una familia real. Tan real que incluso me ofrecen vivir junto a ellos por un tiempo.
— Pero... eso es bueno ¿cierto? —indagó confundida.
Reina ya había salido de la habitación. Se acomodó junto a Diego, boca abajo y contuvo las ganas de acariciar su rostro.
—No lo es. Había estado esforzándome tanto para hacer su vida un poco más feliz, y no fui capaz de hacerlo.
La sensación de soledad que emanaba de Diego lo hacía parecer indefenso, pequeño y su cuerpo s0lo actúo. Su brazo cubría aún parte de su rostro, por lo que fue incapaz de ver lo que estaba a punto de ocurrir.
Amalia se inclinó despacio sobre el rostro de su compañero, lo observó con atención unos segundos. Era hermoso. No intentaba hacerlo sin que se diera cuenta, solo sucedió. Con suavidad, tomó sus labios con el que era el primer beso en sus 18 años de vida. Diego se incorporó con rapidez. Molesto y sonrojado. No hubo nada más. Solo una terrible advertencia.
—Jamás vuelvas a hacerlo. No te confundas.
Ella había sido la del error. En medio de una importante conversación, sus impulsos habían sido más fuertes. No volvieron a hablar, no fue capaz de saber más de lo que sucedería con Amparo, y aunque Reina reía sin parar de lo ocurrido, la vergüenza y la humillación del rechazo, la obligaron a ausentarse de la escuela por unos días.
Probablemente, si ella no se hubiera ausentado, los horribles acontecimientos que siguieron, no habrían sucedido, o no se habrían salido de control como lo hicieron.
Amalia volvió a la escuela el día viernes, Diego tampoco estaba. A medida que avanzaba por los elegantes pasillos, sentía las miradas de todos con quienes se cruzó. Cada cierto tiempo, sus compañeros de salón arrojaban comentarios que no lograba descifrar. Hasta que volvió a casa.
Sus padres estaban sentados a la mesa, con notable seriedad, esperando a que ella volviera.
—Necesitamos hablar —sentenció Ernesto en mismo momento en que Amalia cruzó el umbral de la puerta.
De pronto sus padres hablaban de valores, de malas compañías, de principios, de respeto. Era imposible entender.
—¿De qué hablan? ¿Qué sucede? No logro seguirlos —preguntó con desconcierto
—Llamaron de la escuela, dicen que te han visto en andadas con una prostituta —respondió molesto su padre.
Fue ahí que el mundo se giró.
¿Cómo podían decir eso? ¿sólo porque Reina no respondía a sus absurdos patrones de comportamiento? ¿sólo porque había decidido vivir libre de prejuicios? ¿sólo porque había terminado por aceptarse?
Lo siguiente fueron gritos. "¡Ustedes no confían en mí!, ¿con quién creen que me relaciono?, ¡se sienten superiores porque son médicos!, ¡ustedes y su mundo de arrogantes!"
—Eres un desclasado. Mamá también era diferente, pero a ella la defendiste. Lo hiciste porque era médico. Si hubiese sido una inmigrante más, jamás la habrías mirado —dijo a su padre, y todo se silenció.
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Editado: 18.04.2025