Esa primera semana, nadie en casa durmió bien. Elena solo podía pensar en qué podría hacer para estrechar su relación con el nuevo integrante de la familia y preparar la llegada de Amparo; Ernesto, trataba de oír cada ruido de su casa, temiendo que su preciada hija acabara en el cuarto vecino con ese adolescente de ojos azules; Amalia, temía que él la encontrara despeinada al despertar, repasaba sus mejores sonrisas frente a un espejo y contaba las horas para que amaneciera; y Diego sólo deseaba que los días corrieran deprisa y su hermana estuviera por fin junto a él. Se sentía culpable cada vez que disfrutaba de un abrazo de Elena, cada vez que dormía en esa perfecta habitación, cada vez que comía en esa mesa familiar. No quería eso solo para él.
—¿La extrañas? —preguntó Amalia mientras cepillaba sus dientes al tiempo que observaba a Diego lavar su cara y amarrar su cabello que comenzaba a crecer más allá de sus orejas.
—¿Qué haces aquí? —respondió él, con un tono serio que no acompañaba la oculta sonrisa de sus labios.
—La puerta estaba abierta y tengo que apurarme para ir a clases —contestó ella.
Sus cejas se levantaron dando pie para el comienzo de un coqueteo que iba en aumento.
—Amalia. La puerta no estaba abierta. Eso es acoso ¿sabías? —bramó. Y esa vez, si sonó serio.
—Bien, lo siento, lo siento. No puedo evitarlo —protestó ella saliendo de allí. Cerró la puerta, espero un segundo y la volvió a abrir—. Realmente no puedo.
Y riendo muy fuerte bajó la escalera de su hogar para salir a la escuela.
Diego se detuvo apoyado en la puerta por unos segundos, disfrutando el acelerado bombeo de su corazón. Si ella se colaba en el baño y en su habitación ahora que solo llevaba unos días en esa casa, ¿qué pasaría luego? Si bien Amalia era recatada, y respetaba el hecho de que él jamás se acercaba, sabía que eso tendría un límite. Suspiró pesadamente, y comenzó a estudiar.
En la escuela, todo era tan normal, que Amalia deambulaba como un fantasma por los pasillos. Pero en ese momento, sus días tenían un sabor tan dulce, que podrían haber dicho lo que quisieran, pues ahora, todo lo malo daba lo mismo.
Las semanas siguientes, comprendió que Diego tenía tres preocupaciones en la vida, a las que dedicaba el tiempo en función de sus prioridades, la primera y más importante, Amparo. Luego, estaban los estudios, deseaba ser médico y eso requería esfuerzo. Y finalmente, estaba el trabajo. Este último, reemplazado afortunadamente por largas conversaciones con Ernesto y Elena, escurridizos llamados para reportarse con Reina y diminutas risas con su vecina de dormitorio.
Los fines de semana, se dedicaban a decorar la que sería la habitación de Amparo, cada día, tras la escuela, la visitaban en el hogar. Su relación se hizo aún más cercana y el dolor de perder a sus seres queridos se fue debilitando.
Un mes y una semana pasaría antes de que todo llegara a su fin. Era 12 de Noviembre, la noche anterior al cumpleaños de Amalia y el día en que Amparo llegaría a casa.
—Bien. Tenemos que hablar —ordenó Amalia, apareciendo junto al escritorio de Diego, en un infantil pijama celeste. Era tiempo de aclarar algunas cosas.
—¿Tenemos? —dijo Diego, que la observó sorprendido.
No recordaba haber dejado algo pendiente con ella.
—Tenemos. Esta relación es demasiado ambigua —agregó.
Amalia habló firme, sentándose en la mesa impidiendo que él continuara con sus estudios.
—¿Perdón? —contestó él con una sonrisa burlona en su rostro. Amalia ignoró aquello y continuó.
—Yo te quiero, tú me quieres. Los dos lo sabemos. ¿Por qué no eres mi novio y ya? —concluyó.
Diego estalló en risas, pero su compañera rápidamente le hizo un gesto con sus manos para que bajara la voz, aunque eso se volvía difícil para él. Levantó su vista y notó que ella hablaba completamente en serio.
—Bien, hablemos. Pero quiero que sepas, que esta conversación no la volveremos a tener. Tú sabes muy bien cómo me siento y eso es algo realmente nuevo para mí. Pero hace... ¿cuánto? ¿un mes? Mi vida era una completa basura. Algo tan despreciable de lo que no me quiero acordar. Mientras esas memorias estén en mí, nada entre nosotros pasara.
—Tú jamás lo olvidarás...
—Mientras esas memorias estén en mí, nada entre nosotros pasara.
—¿Por qué no lo dices claro? Si no deseas estar conmigo, lo entenderé. Somos amigos y espero que eso sea siempre lo más importante...
—Estoy hablando claro—. Y en ese momento, el corazón de Amalia se disparó. Diego se levantó y se puso frente a ella, sacó el cabello de sus hombros y puso solo un dedo sobre su mejilla—. Dije muy claro que tú ya sabes lo que siento, pero hay páginas que debo voltear antes de siquiera tocarte. Y no estoy listo para ello. Eres libre de esperarme o de continuar tu vida. Sin importar lo que decidas, siempre serás la primera a quien buscaré cuando esté preparado.
—¿Entonces si me quieres? —contestó ella con sus ojos emocionados. Pero Diego la interrumpió.
—Mira, son las 00.00 horas. Ya tienes 19 años.
—No esquives mi pregun...
Y Amalia recibió su respuesta. Un abrazo que no daba lugar a dudas. Uno que hubiese deseado jamás terminara. Sus ojos se nublaron al entender que si deseaba amarlo, tendría que ser paciente. No alcanzó a responder, salió de la habitación corriendo al oir el ruido de su padre subiendo la escalera. Él siempre la saludaba antes que cualquiera. Excepto ese día. No alcanzó a hablar más con Diego, cuando intentó volver, su puerta estaba cerrada con seguro.
El día siguiente, Elena la retiró temprano de la escuela. Tenían que pasar a buscar a Amparo y preparar la doble celebración. Estuvieron de compras gran parte del día, riendo y bromeando sobre sus escapadas a la habitación de Diego. A Amalia le encantaba contar con Elena para aquellas cosas en las que tanto extrañaba a su madre. Incluso se arrepentía de no haberla dejado entrar antes a su vida. ¿Cuántos buenos momentos se había perdido?
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Editado: 18.04.2025