El secreto de Diego

¿Lo mejor para quién?

Ernesto sacó a Amalia rápidamente de esa triste habitación. Él mismo dudaba de sus intenciones, ¿Deseaba proteger la intimidad de Diego o tan sólo quería apartar a su preciada hija de él? De todas formas, ¿Qué padre entregaría abiertamente a su hija a un hombre con esa historia? Ernesto sabía esa respuesta: ninguno.

Sin dejar de llorar, Amalia buscó el consuelo de Reina, que escuchó la historia con menos sorpresa que los demás. ¿Cuántas veces habían tenido que enfrentarse ambos a ese tipo de situaciones? Esas preguntas, solo consiguieron hacer más profundo y triste su llanto. Amparo no despertó, y las chicas lo agradecieron.

En la cama, Diego comenzaba a calmarse entre los brazos de Elena. Cada vez que intentaba respirar para dar una explicación, sentía el dolor de la vergüenza en su pecho.

—No tienes que hablar ahora, hijo... —susurró ella tomándole el rostro con las manos, pero Ernesto la interrumpió molesto.

—Sí, tiene que hacerlo. Debe hacerlo, merecemos un... —Habría seguido, pero la mirada de furia que arrojo su esposa, lo obligó a cambiar su tono—. Sabemos que es difícil, pero necesitamos entenderte, saber de qué, exactamente, debemos proteger a Amparo. —El silencio se extendió por cerca de una hora, hasta que muy despacio, las palabras comenzaron a salir. Diego contó cada parte de su historia, incluida la amenaza de arrastrar a Amparo. Con cada frase, Ernesto se hundía entre sus manos.

—No podía contarlo... son amigos de ustedes...

—¿Y supusiste que desaparecer era lo más sensato? —Ernesto se acercó hasta estar junto a él.

—Lo siento...

—No hijo... yo lo siento. No volverás a estar solo. Amparo y tú, están seguros ahora. No importa lo que cueste.

Esa tarde, Ernesto esperó pacientemente en la residencia de Oncología. Una, dos, tres horas. Hasta que la puerta se abrió. El Dr. Henz no alcanzó a entrar. A pesar de que intentó con todas sus fuerzas mantenerse sereno y evitar una confrontación, el golpe con el que lo recibió lo hizo caer al pasillo.

—Sé cómo salvar una vida. También sé cómo acabar con una. Jamás vuelvas a acercarte a uno de mis hijos, porque te mataré sin dudarlo. No bromeo.

Caminó tan lejos como pudo, pero la sensación de angustia no lo abandonaría por mucho tiempo. Días más tarde, como era de esperarse, el Director del Hospital pidió su renuncia o cambio de establecimiento, debido al incidente injustificado con uno de sus colegas. Aunque deseaba desenmascararlo, sabía que debía aprovechar para sacar a su familia de esa ciudad, en un lugar distinto podría pensar con calma en una manera de dejarlo al descubierto.

Diego abandonó el hospital y volvió a casa, su hermana lo esperaba ansiosa y alegre; Elena no dejaba de abrazarlo; y con Amalia, parecía que todo había vuelto al comienzo. El mismo chico sombrío que la ignoraba, hoy dormía en la habitación contigua. El cerrojo de esa habitación no volvió a abrirse para ella.

Llevaban una semana viviendo todos juntos en esa casa, Ernesto buscaba su traslado y los chicos se preparaban para su prueba de ingreso a la universidad. Amparo revoloteaba por sus habitaciones y llenaba los espacios de risas. Un día, Amalia no tuvo más opción que aliarse a ella.

—Amparito, tengo que contarte un secreto. —Los ojos de la pequeña se abrieron de par en par y se arrimó curiosa a los brazos de su hermana—. Me gusta tu hermano... —La pequeña se soltó de un salto y la observó atentamente.

—¿Se van a casar? —preguntó con una seriedad impropia para su edad—. ¿Harás feliz a Diego?

—Solo si tú me lo permites...

Esa misma tarde unieron fuerzas. Amparo golpeó la puerta de su hermano, y cuando él quitó el seguro, Amalia se metió en la pieza cerrando la puerta detrás de ella. Él solo se apartó, volviendo a su escritorio y sus estudios. La sudadera blanca que llevaba dejaba sus brazos descubiertos y Amalia agradeció que el verano estuviera a punto de comenzar.

—¿Me odias? —preguntó sentándose en la cama, cerca de él.

—No —contestó. Con su voz vacía y gruesa.

—¿Esto será un monologo? —insistió Amalia, pero Diego no volvió a mirarla. Estuvieron en silencio unos minutos y sin importarle su actitud, continúo—. Entonces... por eso tatuaste tus brazos... —Él se volteó y sus ojos le rogaron que dejara ese tema—. No vas a alejarte, ¿oíste?, no permitiré que me dejes. ¿Imaginas lo difícil que ha sido acercarme a ti? No echaré todo por la borda, no ahora. —Aunque ella quiso hablar con dulzura, su voz sonó molesta y ruda. Él no la miraba—. Dime que ocurre, dime cómo estás...

—Avergonzado, Amalia. Lo único que puedo pensar, es que te quiero lejos de esto... Y no hablo de culpas. Hablo de mí. De mi vida, de mi historia. Te quiero fuera de esto. Nada va a pasar. Lo que quieres oír, no saldrá de mi boca. No encontrarás en mí lo que buscas. Lo siento, pero no tengo nada para darte.

Amalia se alejó de ahí furiosa. Esas palabras, fueron las últimas que se dijeron a solas.

Un mes más tarde, Diego era aceptado en la escuela de Medicina de la capital, Amalia era rechazada en todas las universidades y la familia se mudaba a un pequeño pueblo del sur. Amalia estaría aún más lejos de él, y lo peor de todo, es que todos parecían felices con eso. Sus padres se veían alegres y le rogaban que aprovechara de descansar. Todo ese discurso, sonaba más bien a un intento familiar por mantenerlos alejados. Pidió explicaciones, llamó entre llantos a Reina, hizo cientos de preguntas, pero todo parecía decidido.

El día que Diego dejó la casa, Amalia recordó un viejo regalo guardado en su escritorio. Tuvieron una cena familiar, rieron y lloraron, había sido un año muy duro. Ernesto cargó las maletas y Elena llevó a su hijo abrazado hasta el auto. Lo besó innumerables veces, examinó su rostro en repetidas ocasiones cada que vez que el respondía "estoy seguro", a su "¿realmente quieres esto?". Amparo lloraba tristemente, pero sus lágrimas cesaron cuando él prometió llevarla al Zoológico en navidad. Y Amalia... ella solo no entendía.




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