El frío de esa mañana era despreciable y Amalia estaba dispuesta quedarse encerrada en su habitación por el resto del día con tal de no cruzarse con Diego. Es más, habría pasado las tres semanas que Diego estaría en casa oculta sin problemas, pero eso era imposible con una pequeña que la empujaba fuera de la cama a cada instante. Por otro lado, Elena jamás la dejaría deprimirse como cualquier chica, pues levantar a una hija por el despecho de un hombre era uno de sus sueños que pensaba olvidado.
Escuchó los pasos de Diego al levantarse y siguió con atención ese sonido. Su mente lo recordó con su coqueta sonrisa en la antigua casa, cuando le prometía que sería la primera mujer que buscaría cuando estuviera listo. Esas memorias alegres la ponían triste, pero acordarse de los momentos malos le hacía peor. El dolor se expandía por su cuerpo, pero ya no le quedaban lágrimas. Demoró casi dos horas en estar lista, sin embargo no fue hasta que escucho la vocecita de Amparo que abrió la puerta para salir. Las risas de todos la aliviaron un poco mientras bajaba la escalera.
—¿Por qué te llamas igual que yo si eres un hombre?
—Pero no me llamo Amparo, mi nombre es A-ma-ro. Pero por poco nos llamamos igual. —La voz dulce del nuevo invitado reía junto a los demás, y el imaginarse tratando de disimular delante de un desconocido le revolvió el estómago. Finalmente apareció en la mesa del comedor, se sentó junto a la familia a desayunar intentando parecer despreocupada, rodeada de un ambiente alegre y de pronto, ¡bum!, recordó la fecha. Diego estaba de cumpleaños. Iba a levantar la vista para saludarlo cuando el simpático invitado la distrajo.
—¿Ella es tu otra hermana? —preguntó, dirigiendo su mirada a Diego.
—Sí, es ella. Amalia, él es Amaro. Somos compañeros de carrera. Él es del norte y deseaba conocer la lluvia real.
—¿Tu hermana? —Balbuceó ella abriendo sus ojos con sorpresa. Esa jugada no la tenía prevista. Ahora, había pasado a ser su hermana. Una táctica muy cruel. Lo peor de todo, era el rostro tranquilo de Diego y su voz risueña, como si nada hubiese pasado entre ellos. Amalia optó por no saludar a Diego y ninguna palabra fue dicha entre ambos. El silencio se apoderó de sus días, y lo más triste, fue que se acostumbraron.
El cuarto día, una fuerte lluvia golpeaba la madera y el viento transformaba el tranquilo lago en un violento mar. Amparo no se separaba de su hermano y la televisión parecía ser el único distractor, a menos que...
—¡Maldición! ¡Estúpido pueblo incapaz de soportar una lluvia! —La pequeña observó perpleja la repentina ira de Amalia con el típico apagón de invierno, quien lanzó el control de la tv a un sofá, levantándose de improviso y quedando de pronto en silencio frente a la puerta. El impulso solo vino.
—¡Amalia! ¡No salgas con esa lluvia! —Ernesto se apresuró a ir tras ella, pero el invitado tenía el momento preciso para realizar su entrada.
—Yo voy Ernesto, no se preocupe, siempre he querido estar bajo una lluvia así de fuerte. —El ofuscado padre dudó un momento, miró a Diego y entendió lo que ocurría. Despacio se alejó de la puerta, los protagonistas estaban a punto de cambiar en el corazón de su hija.
Amalia estaba solo con una sudadera, empapada por completo y de pie, inmóvil frente al lago que la había recibido hace unos meses. Es probable que haya pensado que la lluvia se llevaría su tristeza, o que tal vez Diego correría tras ella, no lo sabía. Solo estaba ahí, esperando algo, lo que fuera, y ese algo apareció con una gran sonrisa a su lado.
—Vivo en el desierto más árido del mundo... ¿no es increíble que en un mismo país exista ese horrible calor y esta hermosa lluvia? Allá no existen ríos, es decir, hay uno, ¡pero se seca cada cien metros!, no pueden llamar a eso un río... Mi madre debe estar en este preciso momento disfrutando un fresco té helado mientras yo solo deseo un café. Ahora entiendo por qué gustan tanto de la leche tibia, es decir...
—¿Qué haces acá? —interrumpió ella, observando con asombro a su acompañante.
—Solo quería conocer la lluvia... —rió, y sus mejillas se hundieron de forma adorable. Esa misma sonrisa, acompañó a Amalia por otros 4 días, invadiendo su espacio como si de forma premeditada quisiera hacerla olvidar. Cuando el radiante joven tomó su vuelo para volver al norte a visitar a su familia, en silencio se acercó para intercambiar sus números de teléfono y cerrar una amistad que nacía.
Esa tarde, volvían a ser cuatro para la cena y cada vez era menos incómodo estar cerca de los dos jóvenes que se ignoraban. Las conversaciones entre Diego y Ernesto eran más y más aburridas conforme avanzaba el tiempo, solo hablaban de trabajo y estudio, seguro su sueño era que su hija también quisiera ser doctora, pero los intereses de Amalia se alejaban de la salud día tras día. Una a una, las mujeres de ese hogar se levantaron de la mesa, dejando a los hombres solos en su eterna conversación sobre bioética.
Esa noche, Amalia acostó a Amparo. Estaba terminado de leer un cuento cuando Diego entró a la habitación. Para evitar que arrancara como lo estaba haciendo desde que había llegado, se despidió de la pequeña y salió, sin mirarlo ni hablarle, pero de forma consiente, entró en la alcoba equivocada. Cuando él entró, Amalia lo esperaba sentada en su escritorio, apoyada sobre sus brazos, dispuesta a poner fin a lo que sentía.
—¿Pasa algo? —dijo él, con voz fría y cortante. Amalia levantó su cabeza y lo observó tanto como pudo antes de que él apartara la vista y se volteara para salir de allí.
—No te vayas, esto será rápido. Supongo que hiciste un buen trabajo seleccionando a Amaro, ¿no? —Diego se volteó y pretendió parecer sorprendido, pero no tenía sentido ocultarlo—. Creo que aceptaré este regalo. Amaro está aquí para que me olvide de ti, ¿cierto?
—¿Qué dices? No soy tan egocéntrico.
—Cierto. Es para que me olvide de nosotros. Y voy a hacerlo, ¿sabes?, creo que tienes razón. Ya ha sido suficiente, no voy a repetir lo mucho que te quiero, porque ya lo sabes. Te lo he demostrado siempre, me he quedado a tu lado a pesar de todo. Tu pasado no me importa, y hoy, tu futuro deja de importarme. Puedes hacer lo que gustes Diego, aún mantengo lo que dije cuando te "ataque" la primera vez: prefiero mantenerme al margen a perder tu amistad. Siento que me humillo ante tus constantes rechazos. No voy a esperarte más porque...
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Editado: 18.04.2025