El secreto de Diego

El punto final de los finales

Cerca del atardecer, el tren que llevaba a Amalia desde el sur se detuvo en la estación, en pleno centro de la capital. Tomó su bolso y arregló su cabello, era la primera vez que lucía un flequillo coqueto sobre sus ojos. Estaba ansiosa por ver a sus amigos, había avisado a Reina, Diego y Amaro, ¿quién la esperaría allí? Uno a uno bajó los escalones del vagón, miró detenidamente hacia los extremos del andén, pero ningún rostro conocido le daba la bienvenida. Caminó despacio, esperando oír su nombre entre la multitud, el cual salió de una voz que poco recordaba. Los ojos aceitunos y risueños de Amaro la recibían, y una puñalada de vacío y realidad la golpeó sin delicadeza.

El chico nortino era extremadamente cálido, contrastaba por completo con la seriedad y frialdad de Diego, probablemente, eso también estaba lejos de ser una coincidencia. Abrazó a Amalia con fuerza y la tomó de la mano para salir del tumulto, y aun habiendo avanzado un par de cuadras no la soltó, fue ella quien tuvo que zafarse de esa amistosa recepción. Caminaron sin parar de hablar, como si esas noches en vela hablando por internet hubiesen sido en un alegre sofá, uno al lado del otro, riendo hasta llorar.

En casa, Reina no dejaba de gritar de emoción, la abrazaba como una niña y llenaba su apretada agenda de salidas para esa corta semana. No había rastro de Diego. Comieron animados, bajaron al primer piso del edificio para comprar cerveza y papas fritas en un pequeño boliche para reír hasta la madrugada, y Diego jamás apareció. Amaro se adueñó del sofá y las chicas se durmieron juntas, solo cuando ya no quedaba nada de qué hablar y el sol estaba a punto de salir.

Temprano en la mañana, escuchó la risa suave de Diego y se lanzó de la cama para saludarlo. Su acompañante seguía durmiendo plácidamente, respiró hondo y se calmó antes de salir. Al aparecer en la mesa del desayuno, él solo sonrió. Se acercó un poco para saludarlo, y él, con indiferencia se levantó de su silla y arrojó un feliz cumpleaños sin muestra alguna de emoción. Amaro reía junto a Diego, como siempre.

Esa noche, Reina había preparado una pequeña celebración en honor a su amiga. Los dueños de casa, una invitada de Diego, Teresa, Amalia, Amaro y un invitado suyo, Joaquín. Ninguno supo exactamente porque, pero esa noche, hubo mucho, mucho alcohol. Reina y Diego no bebían, estaban tan sobrios que parecían peces fuera del agua observándolo todo. Joaquín se ponía cariñoso con Reina, Amaro no dejaba de coquetear con Amalia y Teresa solo podía acosar a Diego.

Cuando Amalia estaba notoriamente borracha, Reina la tomó para llevársela a su cuarto a descansar, entre risas la chica no paraba de repetir que deseaba seguir bailando, llamando a gritos a Amaro, quien moría a carcajadas junto a Joaquín mientras Teresa dormía sobre el sofá. Diego observaba la escena molesto, y segundos antes de que las chicas entraran a la habitación rosa, tomó a Amalia y la llevó a la suya. Desde la puerta oyó a Reina reprochar su actitud.

—¿Qué pretendes? ¿Crees que de pronto me volveré un hombre hecho y derecho y te robaré a tu novia? —gruñó. Pero él no respondió. Con delicadeza quitó los zapatos de la borracha que dormiría en su cama y desabotonó su sweater. Con el movimiento, una confusa Amalia despertó hablando un sinfín de incoherencias.

—Diego, ¿qué pasa? ¿Por qué no quieres que duerma con Reina? ¡Ya lo sé! ¡Te gusta Reina! ¿Cómo no me di cuenta antes? —balbuceó con la lengua adormilada y los ojos entreabiertos.

—¿Qué? ¡Pero si es un hombre! —rió él, alejándose de esa peligrosa escena.

—No es un hombre... es la mujer más linda que conozco... —Aunque quiso responder que no era cierto, que era ella la más linda, no se detuvo a conversar. Aún había otra borracha a la cual acostar.

En definitiva, la fiesta terminó. Dos mujeres ebrias dormían en las habitaciones y dos hombres borrachos en el living. Diego y Reina se preparaban un café, pues esa noche no habría descanso para ellos.

—¿Por qué la invitaste? —murmuró Reina luego del culpable silencio que mantenía su amigo.

—Es mi amiga —aclaró él, desviando su mirada y concentrándose en su café—, y la única forma de que sigamos con nuestras vidas —agregó cabizbajo.

Teresa era alumna de la facultad. Estudiaba Medicina, al igual que Diego, pero iba tres años adelante. Se habían conocido en una de las tutorías que la brillante alumna impartía a los recién ingresados, y en cuestión de días, una amistad para nada pura nació entre ellos. Ella adoraba esos ojos y él su asombrosa inteligencia. Comenzaron a pasar tiempo juntos, y el desenlace esperado estaba a punto de ocurrir.

El sol de amanecida recibió a Amalia con un fuerte dolor de cabeza y un mareo que le acompañó todo el día. A pesar de ello, aceptó la animada invitación al cine de Amaro, que se había quedado nuevamente a dormir. Volvió feliz pero cansada. Esa noche no hablaron mucho, se durmieron temprano, cuando Diego aún no volvía y con Reina inexplicablemente callada.

La mañana del domingo la despertó con el delicioso aroma a pan tostado que tanto amaba. A su lado ya no había nadie, por lo que supuso que era su amiga la que preparaba un delicioso desayuno. Para su sorpresa, quien la esperaba era Amaro, aunque la sonrisa cálida de Reina estaba junto a él, invitándola a sentarse, descubriendo el broche de oro de ese amable despertar. Mediaslunas de manjar. Una delicia para su paladar y una adicción incontrolable.

—¡Mis favoritas! —Aplaudió tomando asiento, pero antes de comer la primera, recordó que esa adicción la compartía con alguien más—. ¡Voy por Diego! —exclamó, pero un grito nervioso de Amaro la hizo detenerse.

—Diego está... hum... un poco ocupado aún. —Amalia sintió que su pecho se apretaba. Sabía que era mejor hacer caso y quedarse sentada sin que su curiosidad decidiera por ella, pero no. Caminó resuelta por el pasillo y abrió la puerta de la habitación frente a ella con total decisión. Ahí estaba Diego, vistiéndose apresuradamente con Teresa risueña sobre su cama, aun desnuda. Los observó con asombro, volteó la vista y al otro lado del pasillo, Reina y Amaro la miraban atónitos. Ella quería guardar silencio, dejarlo ahí y pasar de largo.




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