El secreto de Diego

El pueblo de los malos recuerdos

Hace casi cuatro años que Amalia no volvía a su anterior pueblo, y no lo hacía por gusto. A las 10.30 de la mañana bajaba del auto de su padre y caminaba hacia los Tribunales de Justicia desde donde la habían citado. Allí estaban Diego y Reina, junto a unos quince jóvenes más, entre chicos y chicas, casi todos de la misma edad, lo que significaba que habían pasado por el Café Delusion siendo unos niños, al igual que sus amigos. El Café se había caracterizado por reunir a una cantidad selecta de jóvenes, allí estaban, sin duda, los rostros más hermosos que podía imaginar, pero cubiertos de sombra. En muchos de ellos, sus risas lucían incluso tenebrosas. El daño estaba hecho, y era profundo en cada uno.

Su pecho se apretaba con cada paso que daba. Diego se veía alegre, saludaba a los que venían llegando, algunos se sorprendían al ver a Reina convertida casi por completo en una chica y otros bromeaban con el futuro médico que sonreía junto a ellos. Era evidente que no todos habían tenido la suerte de sus amigos, muchos de esos chicos no tenían familia a quien recurrir, nadie que se preocupara por ellos, nadie que los alentara a seguir adelante con sus preciadas vidas. El número de familiares que les acompañaba era mínimo, probablemente muchos de esos padres jamás se enterarían de lo que sus hijos hicieron a los 15 años, o que incluso algunos continuaban haciendo.

En ese encuentro, Diego y Amalia no tendrían más opción que saludarse. Por incomodo que resultara, ella quiso abrazarlo y expresar sin hablarle que estaba ahí para él, que se mantuviera fuerte, y que por sobre los errores que había cometido, lo admiraba.

Minutos antes de las 11 comenzaron a ingresar a la sala, un notable número de personas desconocidas para Amalia y Ernesto que habían formado parte de la vida de sus amigos comenzaba a tomar asiento. Reina, solo por costumbre, tomó lugar junto a Diego, obligando a Amalia a sentarse junto a él. El juicio comenzó luego de que el Dr. Henz hiciera ingreso esposado, junto a tres hombres y una mujer, cada uno llevado por gendarmes serios y fornidos. Al entrar se escucharon los abucheos, los insultos y las amenazas de parte de los chicos y sus familiares. Diego no los miro en ningún momento.

Uno a uno comenzaron a ser llamados ante el tribunal, y Amalia se preparó para recibir lo que sería una larga jornada. Los relatos eran estremecedores y las preguntas de los abogados estúpidas. La defensa intentaba como fuera hacer parecer a los jóvenes como responsables, haciendo hincapié en que a los 15 años se sabe muy bien lo que se hace.

—Claro que sabía lo que hacía, pero eso no quita lo injusto que fue. A mis 15 años debía estar con chicos de mi edad, no con viejos asquerosos como esos. Y mucho menos por dinero. ¿O sus hijos tienen que salir a hacer lo mismo para cenar cada noche? —dijo Reina, llena de orgullo como siempre, obteniendo aplausos de pie de quienes estaban ahí. Salvo de Diego, que parecía ajeno a la escena.

Cuando fue su turno, Amalia volvió a sentir la conexión indescriptible que tenían.

—Señor Diego Zemelman, ¿podría describir cómo llegó a trabajar a este lugar? —preguntó el abogado bruscamente. Él guardó silencio, intentando reunir fuerza para responder—. Señor, concéntrese en la pregunta —repitió. Sus delgadas manos no dejaban de moverse, y en un intento por hablar, sus ojos se cruzaron con Amalia. Ella lo miraba fijamente, como si a través de sus ojos pudiera darle tranquilidad, pero mirada de Diego se perdía en su cabeza.

—Joven, me permito recalcar que la falta de cooperación es considerada obstrucción a la justicia y es sancionada con cárcel —dijo el juez con tono suave pero severo. Él lo miró y volvió a los ojos de Amalia, suplicando algo que solo ella podía entender. No quería que escuchara su experiencia, deseaba mantener esos momentos oscuros lejos de ella, por respeto a sí mismo y por el amor que había sentido en algún tiempo. Creía que su historia cambiaría para siempre la forma en que ellos se conocían, y eso no era justo para ninguno.

Amalia se levantó y salió de la sala, alejándose cuanto pudo, hasta que se perdió la voz temblorosa de su amigo, y esperó. Reina salió a buscarla cuando fue su turno de hablar, se ubicó adelante nerviosa, no sabía que podrían preguntarle y menos aún que responder.

—¿Fue usted miembro en algún momento de Café Delusion?

—No.

—¿Conocía usted a miembros de Café Delusion?

—Sí.

Amalia miro a su familia. Se detuvo en Diego mientras el abogado preguntaba "¿Cómo supo que eran parte de ese Café?", él se puso de pie, y salió de la sala. Tampoco quería escuchar su versión de la historia. Ella respondió una a una sus preguntas, relató el momento en que descubrió a Diego, nombró a su profesor, y entre lágrimas, recordó el momento en que el Dr. Henz cambió la vida de todos en su hogar.

La sesión duró casi 6 horas. Salieron tensos de allí, algunos se fueron juntos a comer y otros comenzaron a despedirse. La investigación continuaría y probablemente se reunirían en otro momento, aunque todos deseaban no repetir nunca más sus historias frente a tantas personas. Amalia, Reina y Diego de pronto se encontraron solos. Ernesto volvía a casa y ellos caminaban en silencio y sin rumbo definido. Los rostros de todos eran tristes y serios, de pie frente al estacionamiento, el mutismo fue intervenido por las dulces palabras de Amalia.

—Yo los adoro chicos. Solo eso. Y quiero matar a esos cerdos.

Su acotación arrancó leves sonrisas en sus labios, pero Reina vio más allá. Diego y sus profundos ojos se perdieron en Amalia, y pudo sentir como a gritos pedía su compañía, su consuelo, y arriesgando a que aquella decisión les significara problemas a ambos, inventó una infantil excusa y se alejó, dejándolos solos en ese pueblo lleno de malos recuerdos.

Diego boquiabierto observo la delgada figura de Reina perderse en la distancia, y asumiendo también el riesgo, invitó a su amiga a compartir un café. Los años sin hablar se notaban entre ellos, pero la necesidad de tenerse en ese momento, supero la incomodidad de la ausencia, y las palabras poco a poco comenzaron a salir, hasta que se relajaron. De pronto, el abismo entre ambos había desaparecido.




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