—Realmente, no sé si es bueno o malo que Diego esté pasando este hermoso verano en esa horrible clínica —dijo Amalia, cubriendo sus ojos mientras observaba el fuerte sol que resplandecía sobre el lago.
—Claro que es bueno, ridícula. El sol es el mejor antidepresivo. Debe estar todo misterioso coqueteando con alguna sexy doctora, porque vamos, él sabe que sus ojos brillan en días así —bromeó Reina.
—Maldición, como lo extraño...
Las chicas estaban prontas a volver a su vida académica, listas para comenzar su tercer año universitario. Su departamento las esperaba impaciente, sobre todo porque allí habían trasladado las cosas de Diego por el tiempo que él estuviera fuera de la facultad. Si Amalia no lo podía ver, al menos sabía que en algún momento regresaría por sus cosas. Y como deseaba que ella estuviera entre ellas. Las letras aun rondaban su cabeza cada vez que lo recordaba: "recuerda que te amo, que te amé cada segundo que pasé a tu lado, y que volveré a nacer solo para seguir amándote".
—Espero que no haya cambiado de opinión —murmuró—. Si me detengo a pensar que podría no estar...
—¿Por qué piensas en eso? Está haciendo su mayor esfuerzo, es casi una falta de respeto. Confía un poco más en él. Además, Elena sigue sus pasos y está al pendiente de todo.
A Amalia aún le costaba un poco dormir por las noches. El cuerpo frío de Diego y la horrible escena de su casa venían una y otra vez a sus sueños, por lo que recibía una terapia una vez a la semana en su casa. Amparo aprovechaba esa misma visita para hablar con la psicóloga, aunque ella no entendía los porque, mantenía un apoyo incondicional a su hermano. Tal vez era la única que no dudaba de él.
Elena ya estaba ubicada en el departamento de las chicas. Se quedaría allí cuanto fuera necesario, supervisando por completo el tratamiento que se administraba a su hijo y visitándolo cada día. Los fines de semana, igual que en una prisión, sus familiares y amigos podían ingresar a verlo. Ya todos lo habían hecho, excepto Amalia. Las puertas aún no se abrían para ella.
Todo indicaba que Diego avanzaba. Debido a su salud, su participación en el juicio a quienes estaban vinculados al Café Delusion estaba suspendida y todo tipo de estrés adicional estaba completamente prohibido.
Marzo llegó y las clases comenzaron. Las chicas emprendieron sus prácticas en la escuela, y el primer mensaje de Diego vino de la mano de Reina.
Amalia, desearía estar allí para verte disfrazada de profesora. ¿Qué le enseñaras a esos pobres niños? Mucha suerte con eso. Acá todo está bien, al parecer, solo faltarían unos meses y recuperaré mi libertad. Eso sí, seguiré con reclusión domiciliaria. Elena no saca sus ojos de mí. A veces, me asusta. Es una broma.
Nos vemos pronto.
Diego
Y eso le bastó a Amalia para ser feliz.
Por desgracia, la libertad no llegó tan pronto para Diego.
—¿Es una broma? ¿No saldrá ni para su cumpleaños? ¡Lleva siete meses allí! —gruñía Amalia en el teléfono. El tratamiento estaba bien, Diego había dejado los medicamentos, pero necesitaban asegurarse de que su estado anímico estuviera estable. Por otro lado, el juicio parecía ir rápido, y muchos nombres de personas involucradas salían indiscretamente en los medios de comunicación. Aunque él mantenía una orden expresa de anonimato, nada aseguraba que la prensa lo respetaría, por lo tanto, debía estar preparado para una eventual exposición. Esa era la mayor preocupación de todos. Y en función de su seguridad, su estadía en la clínica se había extendido.
—¿No viene? —preguntó Reina entrando en la habitación contigua. Amalia solo negó con la cabeza. Todos estaban ilusionados con verlo y celebrar su cumpleaños en familia. Las reservaciones incluso estaban hechas en el restaurant familiar, pero nadie las disfrutaría. Al menos no por ese día. —Lo siento, bella —murmuró, acariciando la cabeza de su amiga—. Saldré un momento, volveré con dos kilos de helado para nosotras.
Amalia se tumbó sobre su cama, miró el reloj que marcaba las 14.35, y cubrió sus ojos. Minutos más tarde, Reina volvía con el helado. Sonó el timbre, 14.53, se levantó para abrir.
Reina tiene llaves, pensó.
—Hola, yo... traje el helado.
Amalia se quedó de pie con la manilla de la puerta aún en sus manos. Diego estaba de pie frente a ella, con un enorme balde de helado en sus manos. Y ninguno fue capaz de seguir hablando.
—Bien, lo siento. No estoy preparado para esto —dijo dándose la vuelta y escapando, como acostumbraba hacerlo. Pero esta vez, los brazos de Amalia lo detuvieron, hundiendo el rostro en su espalda, sintiendo cada latido de aquel corazón imposible de identificar. ¿Siempre había sido tan delgado? Sus brazos lo rodeaban por completo.
—No puedes irte —murmuró—. Mi puerta se acaba de cerrar detrás de mí, y no tengo llaves. Tienes que ayudarme a entrar... —Y no bromeaba. Diego dejo escapar su risa suave y se volteó para abrazarla, tan fuerte y amable como pudo, acariciando su largo cabello. Ella solo pudo comenzar a llorar.
—Estoy aquí, Amalia, no llores. Y estoy bien —repetía con dulzura. Pero tenía muchas lágrimas que derramar. Diego abrió la puerta y ella volvió a sus brazos. Estuvo así por dos horas. —Oye, me dejaste lleno de tus mocos —dijo cuándo Amalia se detuvo. Ella devolvió una sonrisa burlona y caminó por el pasillo hasta su habitación, en busca de pañuelos. Él la siguió sin pensarlo, dejó su chaqueta negra en un sillón y avanzó quitándose su sudadera azul. En su habitación, Amalia seguía a punto de llorar.
—Lo siento, lo siento, ya me detengo. Es solo que te he extrañado demasiado... —Diego sonrió como nunca lo había visto, y solo ahí, su corazón comenzó a calmarse. Amalia se apoyó sobre su escritorio y él sobre su cama. Era evidente lo que seguiría en esa escena, y casi como en un intento por evitarlo, la seriedad volvió al rostro de Diego.
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Editado: 18.04.2025