El secreto de Diego

Todo estará bien

Diego ya estaba despierto cuando escuchó la vibración de su teléfono. Se deslizó escapando con suavidad de los brazos de Amalia para atender el llamado que había estado esperando.

—¿Y Amalia?

—Está dormida aún.

— ¿Se lo dijiste?

—Por supuesto.

— ¿Y qué pasó?

—Nada. Ya te dije antes que jamás la pondría en riesgo.

—Sí, lo sé, confío en ti. No confío en ella.

—Pero es tu hija.

—Por lo mismo. Bien, pasaremos por ustedes a las 2, Amparo y Elena están ansiosas.

Diego colgó y miró su reloj. 9 Am. Aún tenía tiempo a solas con Amalia antes de que todos estuvieran allí y su burbuja explotara. Preparó el desayuno intentando ignorar la sensación de recién casado atendiendo a su amada esposa.

Salió en silencio en busca cosas deliciosas para su bella durmiente, pero cuando estuvo de vuelta, su sonrisa comenzó a desvanecerse. Esa había sido la primera vez que había dicho en voz alta esa palabra que solo tenía malos augurios en ella.

Cuando supo que había sido contagiado, estaba junto a Ernesto. Todo parecía mentira en ese momento por lo que la reacción no fue más que incredulidad. Cuando Ernesto se lo dijo a Elena, sintió la angustia del diagnóstico por primera vez. Ella lo abrazaba con fuerza y repetía, para convencerse a sí misma más que a él, que estaría bien.

—No pasará nada, las personas ya no mueren de SIDA. Estarás bien, solo debes ser cuidadoso. Gracias a Dios estás con nosotros, podemos entregarte el mejor tratamiento y todo estará bien. Todo estará bien. Todo estará bien. Tendrás una vida normal, incluso podrás tener hijos. Todo estará bien, todo estará bien...

Diego sabía que Elena había llorado hasta el cansancio aquella noche. Al igual que Reina cuando se enteró. Ella apareció una tarde frente a su puerta, de vuelta de una de las citaciones a declarar.

—¿Por qué no me dijiste? —había dicho antes de abrazarlo y llorar una tarde entera.

Y esa era una respuesta esperable. Aunque no presentara jamás los síntomas, el riesgo siempre estaba. Su sistema inmune siempre estaría trabajando al límite, eso lo sabía muy bien. Por lo mismo, la reacción de Amalia lo desconcertaba. Ella no había derramado ninguna lágrima, no se había sorprendido, no se había espantado. Solo lo miró, le dijo que lo amaba y se acostó junto a él.

Terminó de preparar el café y dejó un hermoso girasol de chocolate en el platillo de Amalia. Se miró en el espejo antes de entrar a despertarla, pero la encontró vestida y ensimismada en su computador.

—¿Hace cuánto despertaste? —preguntó sorprendido. Amalia lo observó y corrió a sus brazos. Él no alcanzó a separarse de ella, o tal vez no quiso hacerlo aún, y solo respondió a sus besos.

—Todo estará bien —dijo ella, a modo de saludo—. Me refiero a que si te cuidas, y yo te cuido y me cuido, no habrá problemas. Incluso podríamos tener hijos. Acabo de llamar a una organización que trabaja con personas con SIDA, los veremos el lunes, ellos nos...

—Amalia, detente un momento, ¿no vas a preguntarme que pienso? —dijo apartándose de ella.

—Acabas de besarme y repetiste toda la noche que me amabas, supongo que pensamos lo mismo.

—No. No es así. No voy a arriesgarte.

—Quiero correr el riesgo.

—No puedes tomar esa decisión sola.

—Tú tomas todas las decisiones solo. Decidiste dejarnos sin preguntar a nadie. ¿Qué me asegura que no lo volverás a hacer? Diego, absolutamente nada en el mundo es peor a perderte. No importa cuanto lo intentes, no te alejarás esta vez. —Diego sintió que era imposible amarla más. Se veía sereno, pero por dentro estaba aterrado. Y no solo por saber que su vida podría acabar mucho antes de lo que él quisiera, eran el miedo a contagiar a Amalia y el miedo al rechazo los que atormentaban más. Se acercó y la envolvió en sus brazos. Ya no había forma de expresar lo que sentía.

—No dormiré contigo.

—No ahora, si no estás listo. Pero en algún momento lo harás. Lo haremos. —El rubor subió al rostro de él, quien besó la cabeza de Amalia y se dispuso a salir.

—Tu padre no lo aceptará. Ven a tomar desayuno, vendrán a buscarnos pronto.

—No le preguntó a él antes de acostarme con un chico —contestó ella, molesta. Diego se volteó con ojos de asombro y su boca abierta por la impresión.

—¿Con cuántos te has acostado?

—Solo con uno, pero quería sonar cool —bromeó ella, colgándose una vez más de su cuello.

A Amalia parecía no importarle la nueva condición de Diego, por lo que pasaron la mañana tan juntos que habrían enfermado a cualquier diabético con tanta dulzura. Pasadas las dos de la tarde, la familia estaba tocando la puerta. Amparo se colgó de los brazos de su hermano y Elena se acercaba sigilosa a su hija.

—Me lo tienes que contar todo —murmuró.

Almorzaron juntos, sus risas inundaban cada espacio en ese pequeño departamento y todos notaron que allí había una nueva pareja, y aunque nadie preguntó, Diego quiso anunciarlo.

—Ernesto, Elena... Amalia y yo...

—No estoy de acuerdo —interrumpió Ernesto. Y ante eso, no había nada que decir. Su miedo era totalmente comprensible—. Sé que no les importará lo que piense y que seguirán adelante, pero no lo acepto. —Se levantó de la mesa y caminó hasta la cocina. Elena quiso seguirlo, pero Amalia no se lo permitió. Ellos ya no eran niños, su padre tendría que escuchar sus argumentos.

—¿Estás enojado con nosotros? —dijo asomando su cabeza hacia la cocina. Ernesto se volteó y le hizo un gesto para que se acercara.

—Perdí a mi esposa y a mi pequeña hija, no quiero perderte a ti también.

—No vas a hacerlo. ¿Eso dices a tus pacientes? Señor, tiene SIDA, todo está perdido, mátese.

—Claro que no, pero tú eres mi hija, no mi paciente.

—Diego lo es.

—Pero debería buscar otra mujer a quien amar... ¿por qué tenías que ser tú?

—Si mamá no te hubiera escogido a ti, no habrías sufrido su pérdida, ni la de Lía. Y no tendrías esta conversación, ¿crees que esas lágrimas no valieron la pena?




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