El secreto de Diego

Vidas salvadas y vidas recuperadas

Luego de la visita al doctor especialista en VIH, Amalia volvió más alegre y confiada. Y con dos bolsas llenas de condones. Una quedó en su departamento, y otra la llevó a casa. Diego la recibió tan sonrojado, que ella podría haber jurado que era virgen. Y aunque se encargó de recalcar que NADA sucedería, nadie podría detener la guerra que Elena y Amparo estaban preparando.

—Amalia, lo siento... ayer dormí en tu cama, y la mojé —dijo Amparo con voz triste.

—Amparo, tú ya no mojas la cama. Tienes casi 11 años —respondió ella sorprendida.

—¡No me critiques! —gritó la pequeña encerrándose en su habitación—. ¡No te dejaré dormir conmigo! ¡Tendrás que dormir con mi hermano! —Amalia se quedó de pie frente a su puerta, algo hizo clic en su cabeza, y se volvió con rostro psicópata hacia Diego.

—Ya escuchaste. Tendrás que compartir habitación. —Él la observó casi con espanto. Nunca habría imaginado de lo que era capaz su pequeña hermana.

Así pasaron cada fin de semana, inventando excusas para que los jóvenes pudieran estar juntos. Un día hubo una gotera, una plaga de hormigas, ratones, hongos, amiguitas de Amparo que venían a pasar la noche, una ventana rota... Para el cumpleaños de Amalia, ya no había nada que inventar, pero sin que algo los obligara, volvieron a la que era ya una habitación doble, en la que ella dormía en la cama y él, sagradamente, en el suelo.

Marzo llegó, y Diego volvía a la universidad. Sus cosas eran reorganizadas en el departamento de las chicas con una alegría casi ridícula. Todo estaba en orden, salvo un pequeño detalle.

—Lo siento mucho, es que tu cama se rompió cuando la movimos, tendrás que compartirla con Amalia. —Reina reía haciéndose cómplice del malévolo plan. Él devolvió una mirada de odio, como si aquello fuera un pesado castigo.

Por casi un mes, la rutina ella en la cama, él en el suelo se instaló en esa habitación. Hasta que uno de ellos, finalmente cedió.

—Ya no quiero dormir en el suelo —reclamó Diego durante una de sus cenas. Amalia dejó escapar una sonrisa triunfante, pero él se apresuró en aclarar que aquello no significaba nada—. Todo seguirá igual. Tan sólo compartiremos una cama. —Aunque para ella, era un enorme avance. Amalia no tardó en comenzar a desvestirse frente a él, pero jamás traspasó la línea que Diego había marcado. No arruinaría ese paraíso en el que vivía, disfrutando de los besos, abrazos y caricias que había deseado por tanto tiempo.

El idilio se desplomó un día de invierno. Amalia encendió su celular luego de una de sus pasantías, su corazón se detuvo un momento al ver las 53 llamadas perdidas en su teléfono. Reina, Elena, su padre, Amparo. ¿Qué sucedía? Un mensaje de su amiga la haría recordar sus más grandes miedos.

Diego te necesita. Está bien, no te preocupes. Pero te necesita. Ven pronto.

Y ella corrió. Llegó sin aire, Reina la esperaba de pie junto a la puerta.

—¿Qué le pasó? ¿Está bien? ¿Lo hizo de nuevo?

—Amalia, el caso ya se cerró. Temprano en la mañana los declararon culpables a todos. Estarán por lo menos 10 años en prisión. El Dr. Henz fue enviado a una cárcel de alta seguridad, contagió a 9 personas, es casi un asesino en serie. O lo fue. Se acaba de quitar la vida.

—Eso... ¿es bueno o malo?

—Me habría encantado verlo pagar cada maldito día de su vida, pero por lo menos, sabemos que nunca volverá por Diego.

—¿Y él cómo está?

—Mal. Dieron los nombres de las personas involucradas en televisión.

—Dios. Dios. Dios.

—Él no fue nombrado, Amalia. Su familia volvió a pagar para que no lo incluyeran. Un hermano de su padre, un político asqueroso, te juro Amalia que lo vi en ese maldito café. Él llamó diciendo que se avergonzaban tanto de Diego, que preferían pagar lo que fuera para que no lo relacionaran jamás con ellos, y mucho menos con algo así. No escuché del todo lo que dijo, pero su rostro se apagó por completo. No ha salido de su habitación desde la mañana. Su puerta está abierta, lo observo cada cinco minutos, pero ya no sé qué hacer, estoy aterrada. Él lo volverá a hacer. Tienes que ayudarlo.

Amalia no necesitó escuchar más. En segundos estuvo junto a Diego, violando todas sus reglas. Se acostó junto a su lado, lo abrazó, besó su cabello y repitió hasta que él se durmió lo mucho que le amaba. Diego no reaccionó a ninguna de sus palabras. Amalia cuidó su sueño, y temprano en la mañana buscó su rostro para hablar.

—¿Cómo estás? —murmuró, pero él no tenía ánimo de responder—. No iré a la escuela, me quedaré contigo.

—Debes ir. Estoy bien.

—¿Solo me respondes porque amenazo con faltar?

—Amalia, no haré nada. Puedes dejar a Reina de guardia. Ve tranquila.

—¿Vas a comer?

—Voy a comer.

—¿Vas a levantarte?

—Lo haré.

—Bien. Pero Reina no se despegará de ti.

—Nunca lo hace.

—Bien. Me voy. Te amo.

Diego no respondió y Amalia no recibió su te amo esa tarde.

Al volver, Reina no estaba en casa y Diego dormía profundamente. Se acercó para cerciorarse de que estuviera bien, y al comprobar que respiraba con normalidad, se alejó con suavidad de la cama, pero los delgados brazos de Diego la retuvieron.

—Quédate conmigo —murmuró, empujándola hacia él.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, buscando sus ojos. Pero no obtuvo respuesta. Al cabo de unos minutos, la grave y tímida voz de Diego le pedía que se volteara.

—No quiero que me mires —murmuró, abrazándola por la espalda y escondiendo su rostro en el largo cabello de Amalia—. Cuando mi padre enfermó, uno de sus hermanos nos visitaba mes a mes para asegurarse de que no nos faltara nada. Era un hombre amable, no tenía ninguna muestra de afecto hacia nosotros, aunque éramos sus sobrinos, pero nos trataba bien. Un día, solo un día, otro de sus hermanos tomo su lugar. Tenía 13 años y fue la primera vez que sentí la mirada enferma de un adulto. No dejó de observarme, y comenzó a visitarnos cada vez más seguido. Una vez que mi madre murió, me ofreció trabajar en el café. No sabía muy bien a lo que iba. Tenía 15 años recién cumplidos, me preguntó si deseaba hacerme hombre y que me pagaría muy bien. Acepté, y esa noche mi vida se volvió oscura. Desearía poder olvidarla, pero esa mujer, esa horrible mujer, estará siempre en mis recuerdos, aunque jamás volví a verla. Regresé a casa con doscientos dólares en mi bolsillo, y sintiéndome un hombre muy sucio. Pero un hombre al fin y al cabo. A veces creo que mi abuela se dio cuenta de todo y que por lo mismo nos dejó. En unos meses me quitaron a Amparo, y todo en mí perdió valor.




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