El Secreto De La Mansión Embrujada

Prólogo

Doce años atrás. San Ignacio del Robledal.

Mis botas escolares chapoteaban en los charcos mientras subíamos el sendero empinado cubierto de hojas podridas. La humedad helada se me metía hasta los huesos y las lágrimas nublaban mi vista. Llevaba horas llorando, sin poder detenerme, como si con cada sollozo mi pecho intentara liberarse de un peso invisible.

No entendía mucho de lo que ocurría, pero lo que sí sabía era que mamá no volvería.

El día estaba teñido de gris, con una lluvia constante que caía como una cortina sobre el bosque. El cielo lloraba con nosotros, como si el mundo entero lamentara su pérdida. Me detuve a mirar entre las ramas desnudas, y durante un segundo creí ver la silueta de alguien entre los árboles. Un susurro. Un destello blanco.

—No te detengas —ordenó mi hermana mayor, empujándome suavemente por el hombro.

Obedecí, aunque mis piernas temblaban y mi mente gritaba. Había algo allá, en lo profundo del bosque. Algo que me miraba. Algo que sabía quién era.

Yo solo tenía cinco años.

Mi hermana, Clara, me llevó hasta el claro donde se reunía el pequeño grupo de personas vestidas de negro. Mi padre estaba junto al ataúd, con los ojos vacíos, el rostro endurecido. No me miraba. No me tocaba. Era como si yo también hubiese muerto con ella.

—¿Por qué no vino mamá conmigo esta mañana? —pregunté en voz baja, apenas audible bajo el sonido de la lluvia.

—Porque... —Clara tragó saliva y bajó la mirada—. Porque ella nos salvó, Valeria. Y ahora... está con ellos.

—¿Con quiénes?

Ella no respondió.

Yo era pequeña, pero no estúpida. Sabía que algo andaba mal. Mamá desapareció esa noche, justo después de que entrara sola al bosque. Dijo que iba a buscar algo. Una cosa que necesitaba dejar atrás.

Nunca volvió.

Las autoridades solo encontraron una carta. Una hoja escrita a mano, manchada con algo que parecía sangre. Y su collar, colgado de la reja oxidada que marcaba el camino hacia la Mansión Westwood.

Desde entonces, nadie volvió a hablar de ella. Solo silencios. Miradas incómodas. Mentiras mal contadas.

—¿Por qué la dejaron ir? —pregunté de nuevo, esta vez con rabia—. ¿Por qué nadie fue con ella?

—Porque nadie entra ahí, Valeria. Nadie.

Pero mamá sí entró. Y yo lo recordaba. Recordaba su voz temblorosa aquella noche, sus manos acariciándome el rostro.

"Si algo me pasa... prométeme que nunca irás a la mansión."

Yo lo prometí.

Pero nunca dejé de soñar con ella. Con su sombra caminando entre las ruinas. Con sus gritos.

—Vamos —dijo mi padre por fin, con voz seca—. No hay nada más que hacer aquí.

Quise correr hacia el ataúd y abrazarlo, pero Clara me sostuvo con fuerza.

—Despedite en silencio, como ella lo habría querido.

Así lo hice. Cerré los ojos, imaginando que mamá me abrazaba una vez más. Que el olor a flores y a tierra mojada no venía de su tumba, sino de su perfume.
Pero en el fondo, algo me decía que no estaba muerta. Que no del todo.

Y mientras nos alejábamos, una última mirada al bosque me reveló algo imposible: Una figura blanca, entre los árboles.
Sonriéndome.




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