El Secreto De La Mansión Embrujada

Capítulo 4

Voces en la madera

Valeria

La sensación de que algo no estaba bien se volvió más difícil de ignorar al día siguiente. Dormí mal. Muy mal. No por ruidos extraños ni por pesadillas. Fue otra cosa. Como si la propia oscuridad de la mansión se hubiese colado en mis pensamientos, envolviéndome incluso fuera de sus muros. Sentía el cuerpo pesado, el corazón inquieto. Y, por primera vez en mucho tiempo, tuve miedo de mis propias decisiones.

Gabriel me acompañó en silencio durante el desayuno. No habló mucho, pero sus ojos lo decían todo. Oscuros, como el cielo antes de la tormenta. No se había recuperado del todo de lo que ocurrió anoche. Lo notaba en la forma en que sostenía la taza entre las manos, en cómo evitaba mirarnos directamente, especialmente a mí.

—¿Y entonces? ¿Volvemos hoy? —preguntó Luna, rompiendo el silencio con su tono usual de “esto no me afecta en absoluto”.

—¿No les parece que estamos yendo demasiado lejos? —preguntó Iván, aunque su voz no tenía la convicción de antes—. Lo de anoche no fue… normal.

—Tú lo dijiste —intervino Sofía con suavidad—. Y sin embargo, ahí estabas, tan pálido como nosotros. No podemos fingir que esto no está pasando.

Gabriel alzó la vista hacia ella, y por un segundo, me pareció ver algo cruzar su rostro. ¿Reconocimiento? ¿Miedo?

Nos miramos todos, como si estuviéramos esperando que alguien tomara una decisión por el grupo. Y, como siempre, terminé siendo yo.

—Vamos a regresar —dije, firme—. Pero esta vez, nos quedamos unidos. Nadie se separa. No más sustos por andar jugando a los exploradores solitarios. ¿Está claro?

Sofía asintió. Luna rodó los ojos, pero no discutió. Marcos me dio una palmadita en el hombro y dijo que me estaba saliendo lo de “jefa del grupo” bastante bien. Solo Iván murmuró algo sobre “sufrir por gusto”, pero no se negó.

Nos adentramos al bosque alrededor del mediodía. Esta vez, sin bromas. El sendero parecía más cerrado que antes, como si los árboles se hubieran acercado durante la noche. Las sombras eran más densas, los sonidos del bosque más intensos. Pájaros que no cantaban, ramas que crujían donde nadie caminaba.

Y entonces, ahí estaba de nuevo: la Mansión Salvatierra.

La luz del sol no alcanzaba a tocarla por completo, como si incluso la claridad evitara rozar sus muros. El portón colgaba de una bisagra, como si hubiese sido arrancado por una fuerza invisible. El jardín seguía tan desolado como antes, pero había algo diferente en el aire. Una humedad más espesa. Un olor a madera podrida y flores marchitas.

Gabriel se detuvo frente a la puerta. Su mano temblaba apenas, pero respiró hondo y la empujó.

El interior nos recibió con un susurro. Literalmente. No viento. No madera crujiendo. Era una voz baja, arrastrada, como si alguien nos hubiera estado esperando.

—¿Lo oyeron? —preguntó Sofía en un susurro.

—No digas nada —contestó Gabriel de inmediato—. No le des poder.

Yo no entendía del todo a qué se refería, pero sentí que era mejor no preguntar.

Volvimos al salón principal. El reloj seguía detenido a las 3:33 AM. Las agujas oxidadas parecían más oscuras ahora. Había algo inquietante en su inmovilidad. Como si el tiempo mismo se hubiese rendido dentro de estas paredes.

Avanzamos en grupo por un corredor que no habíamos explorado la vez anterior. Los retratos colgados en las paredes parecían mirarnos de forma más agresiva que antes. Uno en particular llamó mi atención: una mujer de cabello oscuro, con expresión severa. Su mirada se clavó en mí, y juraría que sus ojos seguían cada uno de mis pasos.

Sofía se detuvo de golpe.

—Aquí hay algo.

Gabriel fue el primero en reaccionar. Se acercó a ella y le tomó el brazo con suavidad.

—¿Qué ves?

—No veo —murmuró ella—. Siento. Hay algo detrás de esa puerta.

La puerta era antigua, tallada con símbolos que ninguno reconoció. Cuando intentamos abrirla, no se movió. Gabriel la tocó y dio un paso atrás como si algo lo hubiese quemado.

—Está sellada —dijo con un dejo de temor—. Pero esto no es una cerradura normal. No se abre con una llave.

—¿Entonces con qué? —preguntó Marcos.

Gabriel miró hacia nosotros, y por un segundo, sentí que la temperatura del ambiente bajaba varios grados.

—Con sangre.

Un silencio pesado nos envolvió.

—¿Qué estás diciendo? —pregunté.

—Mi abuela… ella hablaba de rituales. De pactos. Decía que los Salvatierra creyeron que podían encerrar a algo. Pero que ese algo no se deja encerrar para siempre. Y si alguno de su sangre regresaba, el sello se rompería.

—¿Y tú qué tienes que ver con los Salvatierra? —insistió Luna, frunciendo el ceño.

Gabriel se quedó callado. Bajó la mirada.

—No estoy seguro… pero creo que… creo que mi bisabuela era una Salvatierra. Por parte de mi madre.

El silencio se hizo más espeso que nunca. De pronto, todo tenía sentido: las pesadillas, las visiones, la reacción de la mansión a su presencia.

—No puede ser —murmuré—. Entonces tú… tú eres el motivo por el que esto está despertando.

Gabriel me miró con una mezcla de culpa y dolor.

—No lo sabía. Juro que no.

Y en ese instante, algo crujió detrás de la puerta sellada. Tres golpes. Como si alguien —o algo— hubiese escuchado cada palabra.

Nos quedamos paralizados. El aire se volvió irrespirable. Y entonces, una voz resonó en el interior de la casa. No venía de ninguna dirección en particular. Era grave, antigua, como el sonido de una lápida resquebrajándose.

—El pacto no fue olvidado.

Sofía cayó de rodillas, llevándose las manos a los oídos. Gabriel dio un paso atrás, blanco como una sábana. Luna gritó, y Marcos la sujetó del brazo.

Yo no podía moverme.

Todo estaba comenzando.

Y esta vez… la mansión no iba a dejarnos ir tan fácilmente.




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