El Secreto De La Mansión Embrujada

Capítulo 5

La elección

Gabriel

El frío fue lo primero que noté. No ese frío normal de la madrugada, sino uno distinto. Más antiguo. Como si la propia casa respirara a través de sus grietas y expulsara siglos de silencio hacia nosotros.

Esa noche apenas dormí. Me quedé sentado junto a la ventana del cuarto que habíamos elegido, observando cómo el viento agitaba las ramas del bosque, como si éstas intentaran alcanzar la mansión. A cada tanto creía ver una silueta entre los árboles, pero cuando parpadeaba… ya no estaba.

El reloj del pasillo dio las tres y media. No me atrevía a mirar directamente el espejo del vestíbulo, aunque estaba lejos. Había empezado a sentir que me devolvía más de lo que mostraba.

Había algo que no le había contado a nadie. Desde que pisamos esta casa, los recuerdos de mi infancia se confundían con cosas que no podían haber pasado. A veces soñaba con un niño que me llamaba por mi nombre, con la voz igual a la mía, pero más aguda. En esas visiones, él estaba en la mansión… antes de que fuera ruina. Había candelabros encendidos, música de cuerdas, risas lejanas. Y sangre. Mucha sangre.

Me levanté sin hacer ruido, intentando no despertar a los demás. Caminé por el pasillo con una linterna temblorosa, como si ella también tuviera miedo de iluminar demasiado.

Al llegar a la biblioteca, sentí el cambio de temperatura. Más cálido. Casi acogedor. El aire olía a papel viejo y cera derretida. Me acerqué al estante donde Sofía había dicho que sintió una presencia… y ahí estaba. Un libro sobresalía apenas. Lo tomé.

Era un diario. No el de Isadora. Este parecía más antiguo. Las primeras páginas estaban en latín, pero entre las hojas había anotaciones en español, con una letra irregular:

“Mi hijo no debe nacer aquí. No mientras el pacto no se rompa. Isadora sospecha… y la casa está inquieta.”
Mi respiración se aceleró. Cerré el libro justo cuando un crujido sonó a mis espaldas.

—¿Gabriel? —era Valeria. Su voz baja, preocupada.

La miré. Estaba descalza, con un suéter que le quedaba grande y el cabello recogido de cualquier forma. Incluso en esa oscuridad, era como una imagen nítida entre las sombras.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, acercándose.

—No podía dormir —le dije, y fue la verdad. No me sentía preparado para contarle lo del diario. No todavía.

Se sentó a mi lado. No preguntó más. Solo apoyó la cabeza en mi hombro. Estuvimos así unos minutos. El silencio entre nosotros era más cómodo que cualquier palabra.

—¿Sientes que… algo nos observa? —susurró ella.

Asentí.

—Todo el tiempo.

A la mañana siguiente, el grupo se reunió en la cocina. Luna se quejaba de haber escuchado pasos en el techo; Iván decía que era imposible. Marcos intentaba encender la estufa con una rama, mientras Sofía murmuraba que había tenido una visión.

—Era una mujer —dijo, tocándose la sien—. Estaba en el jardín. Lloraba sangre.

Valeria la miró con atención. Yo también. Ya no podíamos negar que algo estaba ocurriendo.

Salimos al jardín guiados por la intuición de Sofía. Las estatuas seguían en el mismo lugar… o eso creíamos. Marcos fue el primero en notar que una de ellas tenía una grieta nueva, como si hubiese girado en la noche. Parecía señalar hacia un punto entre los árboles.

—Allí —dijo Valeria.

Caminamos en esa dirección. El bosque se tragaba los sonidos. Cada rama que pisábamos parecía romper algo sagrado. Tras unos minutos, hallamos una estructura de piedra cubierta de musgo. Era una especie de altar, con símbolos que Iván no reconocía.

—¿Es parte de algún ritual? —preguntó Luna, con sarcasmo forzado.

Yo no dije nada. Porque sí lo reconocía. Lo había visto antes… en uno de mis sueños. El símbolo central era idéntico al que aparecía en el libro.

Esa noche, la mansión pareció respirar distinto. Más pesada. Más viva. Sentí que cada paso que dábamos la alimentaba, como si nos permitiera avanzar solo porque era parte de su juego.

Cuando por fin me acosté, fue como si algo tirara de mí hacia el sueño. Pero no fue un descanso.

Volví a ser el niño. Estaba en un salón iluminado con velas. Frente a mí, un hombre con capa negra murmuraba palabras en un idioma que me quemaba el pecho. Isadora lloraba en una esquina. Yo… o el niño que era yo… gritaba.

Me desperté gritando también. Valeria llegó al cuarto de inmediato. Su mirada fue directa a la marca en mi brazo. Una quemadura. Circular. Como el símbolo del altar.

—¿Gabriel… qué es eso?

No pude mentir.

—Creo que esto… tiene que ver conmigo.

Ella no dijo nada. Pero sus ojos brillaron con lágrimas contenidas.

Y fue entonces cuando lo sentí. Una presencia en el umbral de la habitación. Una sombra. Humana.

Pero vacía. Solo Valeria y yo la vimos. Y lo supimos, sin decirlo:

La mansión no nos estaba advirtiendo. Nos estaba eligiendo.




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