La melodía del pasado
Valeria
Me desperté antes que los demás, con el corazón latiendo con fuerza, como si hubiera estado corriendo en sueños. No recordaba lo que había soñado, pero sentía una angustia pegada al cuerpo, como una niebla densa que no se disipaba ni con el primer rayo de sol.
La mansión seguía en silencio. No el tipo de silencio reconfortante de una casa dormida, sino el de un lugar que está escuchando.
Bajé las escaleras descalza, guiándome por la luz tenue que se filtraba entre los ventanales rotos. Me detuve frente al espejo del vestíbulo. Era antiguo, con un marco dorado que se deshacía en hilos oxidados. Mi reflejo me devolvió la mirada… y por un segundo, juro que no era yo. Tenía los mismos ojos, pero no eran míos. Eran más oscuros. Más tristes.
Parpadeé. Volví a ser yo. Pero el escalofrío ya se había instalado en mi espalda.
En la cocina, encontré a Sofía hojeando el diario de Isadora con los ojos rojos de haber llorado. Me senté frente a ella sin decir nada. Estábamos acostumbradas a leernos sin palabras.
—Anoche volvió a soñar —dijo sin levantar la vista—. La mujer que llora sangre. Esta vez me habló.
—¿Qué dijo?
Sofía tragó saliva. Cerró el diario con cuidado, como si temiera despertarlo.
—“Él la traicionó. Su propio hijo.” Eso me dijo. Luego… desapareció.
No supe qué responder. En lugar de eso, tomé su mano y se la apreté con fuerza. No podía evitar pensar en Gabriel. ¿Y si ese hijo…? No. Me negaba a seguir esa línea.
El grupo estaba tenso. Marcos discutía con Iván sobre si debíamos seguir explorando la mansión o marcharnos y regresar con ayuda. Luna miraba por la ventana, sin intervenir, pero claramente molesta. Sofía apenas hablaba. Gabriel… se mantenía en silencio, observando todo con esa mirada distante que me preocupaba cada vez más.
Después del desayuno decidimos revisar el segundo piso, una zona que habíamos evitado hasta ahora. La escalera crujió bajo nuestros pies como si protestara. Cada peldaño parecía hundirse un poco más que el anterior.
El aire allí era más denso, y el olor más fuerte: a humedad, encierro… y algo más. Algo metálico.
—Aquí huele a óxido —dijo Iván.
—No —respondí—. Huele a sangre.
El pasillo era angosto y la alfombra, raída. Las puertas estaban cerradas. La primera que abrimos reveló un cuarto infantil. Había juguetes cubiertos de polvo, una cuna vacía y un caballito de madera que se movía lentamente. Nadie lo había tocado.
Sofía se quedó paralizada. Señaló la pared.
—Ese dibujo…
Era un símbolo. Uno que habíamos visto en el altar del bosque.
Gabriel se acercó. Tocó el símbolo con la yema de los dedos, y una especie de vibración invisible sacudió la habitación. Todos la sentimos. Como una corriente eléctrica. El caballito de madera se detuvo. La cuna crujió.
—Salgamos de aquí —dije.
Exploramos otros cuartos: una habitación de costura, un baño cubierto de moho, un salón con cortinas cerradas que se movían aunque no había viento. Cada uno tenía su propia forma de inquietar. Pero fue en el último cuarto donde todo cambió.
Era una sala de música. Había un piano cubierto con una sábana blanca y un atril con partituras amarillentas. Cuando entramos, escuchamos una nota. Un sonido grave, apagado. Como si alguien hubiera presionado una tecla.
Marcos fue el primero en hablar.
—¿Alguien lo tocó?
Todos negamos.
Gabriel se acercó al piano. Quitó la sábana lentamente. El instrumento parecía intacto, pero al tocarlo… una melodía comenzó sola. Una canción antigua, melancólica, como una nana.
Y entonces, la vimos.
Una mujer, vestida con un camisón blanco, apareció junto al piano. No tenía rostro. Solo un borrón oscuro donde debía estar su expresión. Nos miró. Nos atravesó. Y desapareció.
Sofía gritó.
Corrimos al pasillo. Nadie dijo nada durante minutos. Estábamos helados. Temblorosos. Por fin, Iván murmuró:
—Esto ya no es una investigación. Es una trampa.
Gabriel me tomó del brazo. Me llevó aparte, cerca de las escaleras.
—Vale… necesito contarte algo.
Lo miré, nerviosa. Sus ojos eran los de siempre, pero algo vibraba detrás de ellos. Algo contenido.
—Anoche… tuve una visión. No fue un sueño. Vi a Isadora. Vi al niño. Vi… a mí mismo.
Me quedé en silencio. No quería interrumpirlo.
—Ella me habló. Dijo que yo era la llave. Que la sangre estaba despertando. Que si no rompíamos el ciclo, la mansión lo haría por nosotros.
Lo abracé. Sin pensarlo. Con fuerza. Porque aunque estaba asustada… también sabía que no lo dejaría solo en esto.
—Entonces la romperemos —susurré.
Y por primera vez, desde que todo esto comenzó, sentí que la mansión nos escuchaba… y no le gustaba lo que acabábamos de decir.