El secreto de la princesa -parte dos-

CAPÍTULO 11: SORPRESA

En al capítulo anterior....

En el estudio el rey golpeó con su puño derecho la mesa de escritorio.

     ―Paulette no pudo haber mentido, Gloriett. Ahora entiendo todo. Antes, ¿lo recuerdas? Gisselle salía sola, se nos escondía y durante casi todo el día no la veíamos. ¡Claro, se iba a ver a ese infeliz!, que ve tú a saber quién será ―dijo enojado―. He sido un tonto, mi hija se ha burlado de mí, no puedo creerlo. Dime, Gloriett, ¿tan mal padre he sido? Yo me he esforzado por darle mi cariño, mi amor, mi apoyo y así me paga…

    ―Señor, no hable así de su hija. Después puede arrepentirse de sus palabras. A su esposa Christie no le parecería nada de lo que usted dice ―advirtió la nana.

     ―Y fue por ella, por Christie, Gloriett. Por esa mujer tan maravillosa que me la dio. De ella salió esta niña tan preciosa que tengo, son tan idénticas. Pero al mismo tiempo tan diferentes. Yo nunca imaginé que Gisselle pudiera hacer esto. Es increíble, creo que le di demasiada libertad. Debo hablar con ella, sino esto podría llegar más lejos y no estoy dispuesto a permitirlo. ¿Dónde está? Necesito hablar con ella ―en los ojos del rey había una cólera indescriptible.

     ―Debe estar en la alcoba, señor, pero primero tranquilícese. Como está ahora, podría decirle cosas que no debe, señor.

―No te preocupes, Gloriett, le diré lo mismo ahorita o en cualquier momento. Ya regreso ―concluyó el rey y salió del estudio rumbo al cuarto de Gisselle.

 

Parte uno: Relámpago Negro 

Su mirada era hermosa. Aquellos dos luceros verdes significaban bondad, pureza y dulzura, en el caso de Gisselle. Pero en Zuleica era distinto. Debido a que los ojos de Gisselle y Zuleica eran iguales, podría confundírsele a una con la otra fácilmente. No solo era el parecido de sus ojos, sino su rostro, su pelo y también su cuerpo. Sin embargo, por su manera de ser, una era lo contrario a la otra.

La joven plebeya caminaba hacia la parte trasera de la casa y jalaba de las bridas a un enorme caballo bermejo.

―¿De verdad piensas quedártelo? ―preguntó Grettel―. Tendrías que estar loca para quedarte él.

―No sé en qué afecta ―contestó Zuleica y siguió avanzando sin ver a su madre―. Tú nunca me has comprado un caballo, aunque te lo he pedido bastantes veces.

     Había un buen terreno detrás de la casa, la cual ―por suerte―, Grettel no había apostado en los casinos. El patio trasero estaba protegido por una barda pequeña que evitaba miradas de intrusos, bichos rastreros e insectos.

A Zuleica le gustaba montar los caballos y jinetearlos; era una chica intrépida. Además, al igual que Gisselle, tenía aquella arma mortal que debilitaba a cualquiera, su inigualable belleza.

Úrsula seguía a la muchacha y al cuadrúpedo a paso veloz, con aquel vestido largo y apretado de color azul opaco, que casi no la había dejado correr cuando los perros las perseguían. Después miró que Zuleica ató al caballo en el tronco grueso de un árbol grande y frondoso que había detrás de la casa.

 ―El dueño puede venir y reclamarte el caballo Zuleica, ¿no has pensado en eso? ―preguntó Grettel desde la puerta trasera, pues el sol alumbraba con fuerza y se quedó debajo del techo―. Recuerda que nos conocen y saben que no tenemos caballo ―advirtió―, además, todos nos vieron. Supieron que nosotras nos subimos a este caballo.

 Zuleica acariciaba suavemente al cuadrúpedo. Le pasaba sus blancas manos por el cuello rojizo, removía las crines y luego le tallaba el alargado rostro. El caballo recibía con agrado aquellas caricias de la que pretendía ser su dueña.

Zuelica fue a donde estaba su madre.

―No te preocupes por nada mamá. Lo tengo todo calculado ―dijo con altivez la muchacha, luego apuntó hacia el cuadrúpedo―. ¿De qué color es ese caballo, Grettel? ―preguntó como si no supiera.

―¡Óyeme, soy tu madre! Así que respétame ―reclamó la mujer, pero Zuleica solo contestó con un “bah” y después Úrsula continuó―: No sé para qué me preguntas de qué color es, si tú misma lo estás viendo.

―¿De qué color? ―repitió la plebeya.

Úrsula volteó los ojos y dijo:

―Es rojizo.

―¡Exacto! ¡Qué inteligente eres! ¡Me sorprendes! ―dijo burlesca Zuleica―. Te contaré mi plan. ¿Ves esa cubeta? ―Úrsula solo asintió ―. Es pintura negra, con la que pintamos la reja hace unos meses y si pinto este caballo de ese color, nadie lo podrá reclamar ―finalizó.

―¡Vaya! Qué inteligente. En fin, haz lo que quieras, no me importa ―respondió indiferente Grettel―, pero si te meten a la cárcel por robarte el caballo, no haré nada para ayudarte a salir ―advirtió.

―Nadie tiene por qué darse cuenta. Solo mantén la boca cerrada y listo.

―No me hables así no tengo por qué decir nada. Pero si te descubren, no meteré las manos por ti. Ya estás advertida ―dijo y entró a la casa.

Zuleica la siguió con la mirada y después habló para sí misma.

―Digamos que confiaré en ti, mamá.

Después miró al caballo bermejo y este se movió alegre, demostrando que le gustaba la compañía de aquella muchacha. Ella se acercó a él.




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