El secreto de la princesa -parte dos-

Capítulo 14: CONFUSIÓN

Parte uno: Sin preguntas ni respuestas

El aire chocaba contra el terso y perfecto rostro de la princesa. Emperador trotaba por los campos internos del palacio. Llegaron a llano cubierto de pastos bajos y enseguida estaba el inmenso y majestuoso palacio Madrid. Siguiendo por esa dirección se podía vislumbrar una de las entradas laterales, muy semejante a la entrada principal, con escalones y una arcada llena de flores.

Pero a Gisselle no le importaba su alrededor ni el viento ni los arboles ni el pasto ni la entrada en el palacio; a ella solo le importaba lo que pasaría con su amor y con su amado.

Mientras cabalgaba sobre el corcel una lágrima salió y ella suspiró. Se limpió el rostro e pensó lo que pondría en el mensaje que le enviaría a Guepp. ¡Vaya! Después de todo podría leer sus pensamientos y dedicarle palabras para que él supiera lo mucho que lo amaba. Tendrían un amor a distancia. Tal vez algún día le explicaría por qué no pudieron seguirse viendo.

En el interior del palacio el rey estaba sentado en su trono, furioso. La silla era de oro y estaba en la sala mayor, donde se llevaban a cabo ceremonias reales. Estaba enojado porque el capitán Germán le había informado que la princesa había escapado. El rey se puso de pie.

―¡Su incompetencia es increíble, capitán! Mañana mismo lo mandaré remover de su cargo―advirtió Albert Madrid con su voz tosca.

―Pero majestad…

―¡No hay pero que justifique su fracaso! Solo le pedí que trajera a la princesa y usted me dice que ella se escapó ―Albert rugía de coraje. Pocas veces se le veía así. Eran tan moderado y tranquilo, que aquella situación era una versión inverosímil del bondadoso rey.

―Alteza ―dijo con voz temblante el capitán―, su hija es muy rápida y huyó a toda prisa. La mandé perseguir con tres de mis mejores hombres, sin embargo, no tuvieron éxito.

―¿Dónde están sus hombres? Hágalos venir ahora mismo… ¡Incompetentes! ―espetó el rey, alzando la mano sin mirar al capitán.

El oficial tronó los dedos para uno de los soldados a sus espaldas y con sus ojos le indicó que hiciera lo que el rey pidió.

Afuera de aquella sala esperaban el resto de los soldados, a excepción del Guiller. Entre ellos estaba Eugenio, quien en un principio no quería entrar al imaginar lo que le pasaría, pero al final lo hizo.

―¿Dónde está mi hija, guardia? ―preguntó exigente Albert a Eugenio.

―Yo… este, señor… es que la princesa dijo que… no quiso, ella…

―¡Basta! ―gritó el rey―. Hable claro, qué sucedió. ¡Explique! ―inspeccionó alrededor y luego se dirigió al capitán―. ¿Dónde está Guillermo Platas? ―todos se miraron entre sí y Eugenio levantó su dedo índice izquierdo.

―Hable ―dijo el rey.

―Él se quedó en la mazmorra, para evitar que el joven que detuvimos escape.

“Entonces si había un hombre con mi hija. Paulette tenía razón”, pensó el monarca.

―Si detuvieron a ese hombre, ¿por qué no trajeron también a mi hija? ―preguntó Albert en voz alta.

―Es que ella huyó con rapidez ―explicó Eugenio―. Yo y otros dos compañeros la seguimos y logramos emboscarla, sin embargo apareció el caballo, ese grandote que solo se deja montar por ella; llegó y se puso furioso. Empezó a echar patadas y me echaba unas miradotas de coraje. Se interpuso entre nosotros y su hija, luego ella montó en él y nos dijo que vendría sola hacia acá, que le dijéramos eso a usted, alteza.

―No puedo creer que sean tan inútiles ―bufó el rey y luego cambió de actitud―. ¿Y aun no llega? ―preguntó preocupado.

―No, majestad ―dijo tímido Eugenio; los demás estaban atrás escuchando―, no hemos notado la llegada de nadie al palacio por la entrada principal. En cuanto eso suceda, se lo haremos saber.

El rey guardó silencio. Se volvió a sentar en el trono y después de un momento retomó la palabra, pero más tranquilo, sin dejar de imprimir a su voz cierto enojo.

―¿Así que ya tienen a ese infeliz en la mazmorra? ―preguntó con seriedad.

―Así es, alteza. ¿Qué hará con él? ―preguntó el capitán con timidez.

―Primero lo entrevistaré y después… después veré que hacer con él.

―¿Quiere que lo acompañemos a la mazmorra? ―preguntó Eugenio.

El rey se puso de pie.

―¡Vamos! ―ordenó encabezando la fila.

 

Salieron de la sala mayor, donde estaba su trono y donde él analizaba papeles relacionados con el reino completo, sus necesidades y algunos proyectos de construcción de caminos o autorizaciones que él debía hacer para la salida de carruajes o bien, cargamentos con mercancía que debía entrar o salir de Valle Real.

Llegaron a la sala principal y pasaron cerca de las escaleras que conducían a la segunda planta. Ahí Albert se detuvo. Observó el retrato en lienzo de Christie y su rostro se afligió. Dirigió su mirada al frente y siguieron caminando. Lo seguían los ocho soldados y también el guardia Eugenio.

Gloriett los había visto desde la segunda planta.

El rey y los soldados se dirigieron hacia la mazmorra donde estaban Erick y el Guiller. En el horizonte estaba el crepúsculo que cada vez lucía más obscuro, puesto que el sol ya se ocultaba.

Gisselle bajó de Emperador y fue hacia el palacio. Se había olvidado de aquel joven desconocido que trató de hacerle daño y que la había confundido. Caminó hacia una de las entradas laterales y subió los escalones. Al llegar a la puerta miró a su padre en la cabecilla del grupo que se dirigía a la mazmorra.

Ella intuyó de qué se trataba. Qué suerte que no era Guepp, pero aquel joven no tendría buen final. Corrió para alcanzar a su padre y evitar que su padre terminara de salir hacia la mazmorra. Se detuvo a medio camino y gritó:




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