El secreto de la princesa -parte dos-

Parte dos: Dudas

―¡Increíble! Está irreconocible, Clara ―halagó Adolfina a su nueva ama de llaves.

La muchacha se había dado una vuelta sobre sí misma para lucir su nuevo uniforme.

―Me queda algo grande, pero me gusta ―aseguró Clara sonriendo.

Ya estaba oscuro en todo el reino y en la mansión Villaseñor fueron encendidas todas las luces. Clara y Adolfina habían estado charlando toda la tarde. Se habían conocido mejor y Clara había aprovechado para indagar más sobre Leopoldo, preguntado indirectamente cosas a Adolfina, quien había contestado muchas preguntas y también había callado en otras.

El trote de un caballo se escuchó en el interior de la mansión. Era Carlo que regresaba. Había tardado porque hizo caminar a Serafina, pues había muchas cosas que pensar.

Afuera de la mansión, tres hombres observaban con atención la entrada, pero se les había hecho noche esperando que el príncipe saliera y solo lo vieron entrar. Los hombres cuchichearon y luego de unas señas, se alejaron del lugar. No tenían nada más que hacer ahí. Se pusieron de acuerdo para retirarse, aunque la orden había sido vigilar día y noche, pero tenían sueño.

Los trotes de Serafina llamaron la atención de Clara y Adolfina.

―Debe ser Leo o Carlo ―comentó la virreina―. Por si las dudas, es mejor que entre en la cama ―y corrió a cubrirse con la sábana.

―¿Hasta cuándo piensa mantener este secreto? ―preguntó Clara de pie.

―Hasta que sea necesario, chula. Una vez que mi hijo esté casado, todo esto habrá sido solo pasado, un milagro me salvará. ¿Quién podrá dudarlo? ―respondió  la madre de Carlo.

―Pues ojalá el joven nunca se entere que solo era una mentira.

―No debe suceder eso ―añadió Adolfina mirando a su empleada.

Unos pasos se escucharon dentro de la mansión, subía las escaleras y caminaba hacía la alcoba del virrey. Era Carlo. Estaba exhausto. En sus manos portaba un fuete. Llegó a la puerta y tocó dos veces. Clara abrió y el muchacho entró.

―Gracias ―dijo el príncipe mirando a Clara―. ¿Cómo sigue mi madre? ―pregunto nervioso.

―Muy bien joven, ha pasado dormidita ―mintió Clara.

Carlo se acercó a la cama y tocó la mejilla de Adolfina, quien fingía dormir.

―Pobrecita, debe haber sufrido mucho por la caída. Iré a mi cuarto, en un momento vengo por ella para bajarla a cenar.

―Muy bien, joven. Yo estaré aquí con ella por si despierta. En cuanto esté lista le hablaré para que venga por ella.

―Muy bien. Estaré en mi alcoba por si ella necesita algo ―Carlo miró a la muchacha con atención―, usted luce diferente Clara, ¿por qué? ―preguntó entornando los ojos.

Clara tenía recogido el cabello con un fleco que le cubría una parte de su frente. Su boca era pequeña y sus ojos medianos. Su estatura era media y su cutis era claro y agradable. No era fea para nada. Y su cuerpo estaba bien proporcionado.

―Su madre decidió ascenderme a ama de llaves ―sonrió.

―Se ve muy bien. Felicidades ―elogió él regalándole una sonrisa.

Sin más demoras, el príncipe salió de la recámara y fue a la suya.

―¿Qué pretende señora? ¿Por qué evitó al joven? ―quiso saber Clara una vez que cerró la puerta y puso seguro.

Adolfina despertó de su falso sueño y se sentó en la cama.

―Recuerda lo que dijo Leopoldo ―respondió la virreina―. Carlo aún no está convencido de que debe casarse y hay que agotar todas las opciones para que lo haga. No quiero estar en contra de él, prefiero que odie a Leopoldo y no a mí.

―Usted sabe lo que hace ―opinó Clara cuidando el tono de su voz―. Aunque insisto, él podría ser infeliz si lo obligan a casarse a la fuerza. Es mi humilde opinión.

―Después se enamorará de la princesa, estoy segura. Ella no debe ser nada fea.

Ambas siguieron hablando sobre lo mismo y Clara trataba de sacar provecho en todo momento. Era muy inteligente y cada palabra clave se quedaba en su mente como pintura de aceite sobre la ropa.

Carlo entró a su habitación y se tiró bocarriba sobre la cama. Su mirada vio al techo alto y su pensamiento vagó en recuerdos y la idea de tener que alejarse de Colibrí lo entristeció.

Decidió sentarse sobre la cama y pensó en Remso y Dénis, que no estaban por ninguna parte. Decidió buscar papel y lápiz. Luego miró por la ventana del balcón.

―¡Qué lástima! ―suspiró―. Tendré que esperar hasta mañana para poder enviarlo. Aprovecharé el tiempo para escribirlo.

Se sentó frente a la mesita de noche. En ella tenía caballos de madera y espadas minúsculas cerca del canto. También había un reloj muy grande que indicaba la hora. Estaba tallado en caoba y era redondo. Observó la hora, eran pasadas las ocho de la noche y estaba totalmente oscuro en todo el reino. Tomó una pluma que estaba sumergida en tinta y comenzó a escribir.

 

“No sé cómo llegué hasta aquí, pero lo hice. Fue difícil, pues no pude evitar pensar que ya no volveré a verte. Te juro que no puedo hacerme a esa idea. Es como dejar de respirar, como intentar olvidar quién soy o cómo me llamo. Es como pensar que no merezco la felicidad ni el amor. Pues contigo tenía ambas cosas y podía ser yo. Te necesito Colibrí, te necesito hoy más que nunca. Espero tu respuesta, diciéndome aceptas volver a vernos. Sólo te pido una cosa: nunca olvides que te amo.                                   

Atte. Guepp.”

 

Tomó el papel en su mano y lo llevó a la altura de sus ojos. Le dio un repaso y se aseguró de que estuviera bien escrito. Luego lo hizo un rollito y con un pequeño hilo lo ató para que no se desenvolviera. Lo encerró en su puño y lo llevó contra su pecho, sobre su corazón.




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