Parte uno: El cómplice de Leopoldo Villaseñor
En Valle Real amaneció. Los intensos rayos tocaron las montañas y los bosques. Sin embargo, el reino estaba inundado por una neblina espesa. Por los rayos solares se sabía que era de día, pero a causa de la niebla se veía poco. La masa blanca inundaba el bosque y difícilmente podía verse más allá de cinco metros. La neblina cubría todo en el reino y los rayos del sol provocaba que poco a poco se fuera desvaneciendo, pero no en todos los lugares.
Los pájaros se habían levantado temprano y cantaban gustosos, volando entre árboles y viajando a través del aire, haciendo sonidos bellos. Las personas también habían despertado y comenzaron sus habituales actividades. Todos se sorprendían por la neblina exagerada que inundaba las calles del reino.
Había mucha actividad en las calles de Valle Real. Las personas caminaban en todas direcciones. También lo hacían las y los jóvenes de aquel lugar. Iban todos al instituto del reino. Ellos a ser todos unos hombres de combate y ellas a ser unas damas de casa.
Un carruaje avanzaba por las calles empedradas del reino. Surgió a toda velocidad de entre la neblina. Era negro y muy lujoso. Se estacionó frente a una casa elegante, cuya fuente de agua estaba destruida, al igual que los vidrios de las ventanas.
―Te estaba esperando ―dijo misterioso Leopoldo desde la ventanilla de su carruaje. En frente de él estaba Erick, quien salía a prisa de su casa, cuidado que nadie lo viera―. ¡Sube! ―ordenó con voz áspera el virrey.
Erick lo miró tratando de comprobar quién era, pero por la voz supo fácilmente de quién se trataba. Luego caminó sobre la banqueta y se acercó al vehículo. Porfirio era el chofer y adentro solo había un pasajero: Leopoldo.
Erick se había peinado su brillante cabello castaño oscuro. Portaba el uniforme del instituto. Era un chaleco negro y pantalones de vestir color negro. Debajo del chaleco llevaba una camisa manga larga, color beige. De calzado portaba unos botines negros. Caminó hacia el coche.
―¡Vamos muchachito! ¡Sube! ―urgió desesperado el virrey―. No tenemos tiempo. Te llevaré al instituto en mi coche.
Erick no respondió, pero se subió rápidamente al coche, vigilando que nadie lo viera subirse, sin embargo no supo eso, pues la neblina no lo dejaba ver más allá de cuatro metros.
Erick entró al carruaje y se sentó tranquilamente. Saludó con un gesto al virrey y este ordenó a Porfirio que arrancara. El caballo escucho la voz de Porfirio y guio el coche por las calles empedrada rumbo al instituto. Se abría paso por entre la neblina, la cual poco a poco se desvanecía ante la presencia del sol. La mañana parecía nublada, pero encima el sol luchaba porque su luz cobrara vida en todo lugar, sin lograr tal cosa, ya que la neblina estaba por todas partes.
El interior del coche era amplio y la poca luz de la mañana entraba por las ventanas, cubiertas por cortinas de seda. También entraba la neblina lo cual provocaba que estuviera húmedo y agradable.
Mientras el carruaje avanzaba, vieron a muchos alumnos que también iban hacia el instituto. Algunos iban caminando y otros sobre caballos finos y elegantes, hijos de terratenientes importantes y hombres poderosos que habitaban en Valle Real.
Quienes iban en el interior del coche comenzaron a conversar. El empedrado camino evitaba que las palabras salieran muy claras, pero sí se entendían.
―Señor, quiero pedirle disculpas ―dijo nervioso Erick, pero con voz clara.
Leopoldo hizo un gesto de inconformidad.
―Eso es lo que quiero que hablemos, jovencito ―dijo alterado el virrey―. Creí que había quedado claro que tenías una sola misión y a pesar de que te esperé hasta tarde, nunca llegaste ―reprochó―. Ahora tuve que salir rápidamente de la mansión para venir hasta aquí antes de que te fueras a la escuela, espero y me tengas buenas noticias ―sentenció.
―Lo sé, señor ―dijo el joven con calma―. Solo que las cosas se complicaron un poco y algunas se salieron de control…
―¿De qué estás hablando? ―interrumpió Leopoldo, frunciendo el ceño.
―Antes que nada, majestad ―señaló Erick con respeto―, ya descubrí quién es la mujer que se mira con Carlo a escondidas ―a Leopoldo se le formó una sonrisa―. Hice todo lo que usted me pidió; lo seguí sin que se diera cuenta y llegué hasta el lugar donde se mira con esa mujer.
―¡Habla ya! ―interrumpió impaciente el virrey―. ¿Quién es? ―preguntó ansioso―. ¿Pertenece a nuestro mundo o es una de esas lagartonas que solo quiere el dinero de Carlo? ¡Vamos! ¡Habla! ―gritó impaciente―. ¿La conoces? ¿La conozco?
―¡Señor…! ―interrumpió molesto el zagal―. ¡Déjeme hablar, por favor! Así nunca le podré decir lo que sucedió.
Leopoldo volteó los ojos.
―Está bien, habla ―cedió el virrey y se dispuso a escuchar, poniéndose cómodo en el auto.
―Ella es una joven que no pertenece a nuestro nivel social ―dijo tranquilo Erick.
―¡Lo imaginé! Una trepadora seguramente. ¿Tú la conoces? ¿Yo la conozco? ―preguntó Leopoldo con prepotencia.
―La conozco ―admitió Erick―. Usted… no sé.
―¿Cómo que no sabes? ―preguntó el virrey.
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romance y misterio, secretos y aventura, gemelas princesa y plebeya
Editado: 13.06.2020