El secreto de la princesa -parte tres-

Parte tres: La felicidad dura poco

Carlo estaba contento, que contento, ¡contentísimo! Al fin, al fin de todo se iría con ella, con su amada, con su preciada Colibrí. Escaparían para siempre, lejos de aquella sociedad que no permitía que dos personas que se amaban estuvieran juntas por no pertenecer al mismo nivel social. Por eso estaba contento, porque a pesar de que su amada no fuera de su mismo nivel social, ella estaba dispuesta a irse con él.

Se encontraba afuera del instituto de Valle Real, esperando a su mejor amigo César. Se lo quería contar, le quería decir lo feliz que estaba y también informarle de su escape, sólo él lo sabría.

Pero César León tardaba en salir. Todos los alumnos salían por la puerta del instituto a prisa, entre ellos también el profesor Yamil, quien vio a Carlo y quiso saludarlo. El príncipe no quería saludar al maestro, ya sabía lo que le diría.

―¡Carlo, hijo! ―expresó el maestro descubriendo a Carlo detrás de un árbol.

―Maestro Yamil, que gusto verlo ―dijo sonriente y pálido.

―A mí también me da mucho gusto, Carlo ―respondió el hombre con una sonrisa, pero se puso serio y dijo―: ¿Por qué no viniste hoy al instituto?

―Lo que pasa es que… ―Carlo dudó―. Bueno, no pude llegar. Se me hizo tarde en la mañana y…

El maestro notó su nerviosismo.

―No tienes que mentirme a mí, Carlo, no es necesario y lo sabes. ¿La volviste a ver, verdad?

El príncipe se sonrojó.

―¿A quién se refiere, maestro?

―A la joven, a esa muchachita que te gusta, de la que me has hablado antes ―dijo Yamil y lo miraba expectante.

―Para qué negárselo, creo que mi rostro lo dice todo por mí, ¿no es cierto?

Yamil soltó una risilla de complicidad.

―¡Eah! Pillín, que guardadito te lo tenías. Me da mucho gusto que hayas vuelto a ver a esa jovencita, dime, ¿qué pasó? Ya sabes que puedes confiar en mí.

―Lo sé, maestro ―vaciló un poco―. Pero no pasó nada. Solo la vi nuevamente y quedé perdidamente enamorado otra vez de ella, como cada vez que la veo.

―Me agrada la manera en que hablas de esa joven, pero recuerda algo príncipe Carlo: la felicidad no dura para siempre. Es solo una fracción de buen tiempo lo que alguien es feliz, y como todos sabemos, el buen tiempo es efímero.

―Vamos profesor, pero ahora más que nunca soy feliz con ella ―dijo mostrando una sonrisa sincera.

―Eso es bueno jovencito. Nunca hay que dejar de creer en la felicidad ―mientras decía esto, el maestro miraba hacía donde a nadie le importaba, como si por su mente pasara algún pensamiento que le daba nostalgia. Y volviendo a la conversación, dijo―: Tengo que irme, me dio mucho gusto saludarte. No olvides reportarte mañana. Adiós.

―Hasta mañana profesor y gracias por su consejo, lo tomaré en cuenta. Usted también escuche esto: uno es feliz cuando uno quiere.

Ante este comentario el maestro sonrió y antes de irse colocó la palma de su mano en el hombro del joven.

―Hijo, ojalá que toda tu vida pienses así. Nos vemos pronto.

―Hasta luego, profesor ―respondió Carlo. El maestro ya había avanzado lo suficiente cuando Carlo comentó para sí mismo―: No dudo que algo desagradable le haya pasado a mi profesor, porque para decir algo así sobre la felicidad tiene que haber vivido algún suceso difícil en el pasado. Pero a mí no me pasará ningún infortunio, nada empañará la felicidad que siento ahora mismo, todo por ti, Colibrí ―suspiró.

De pronto una voz lo hizo volver a la realidad.

―Ahora hablas y suspiras solo, Carlo ―dijo César con una gran sonrisa en su rostro.

―¡César! ―dijo sorprendido Carlo y abrazó a su amigo. Luego lo levantó en el aire y le dio una vuelta.

―Bájame, bájame ―pidió  desesperadamente César. Carlo lo puso en el suelo―. Acuérdate que me dan miedo las alturas.

―Cierto, lo había olvidado, lo siento.

―No te preocupes, ya pasó el miedo ―comentó César y se rio un poco―. Carlo, ¿por qué no viniste a clases?

―Ahorita te cuento, vamos a mi casa, allá te digo. Tienes que ayudarme.

―¿Ayudarte?

―Allá te explico, anda, vamos.

Se disponían a caminar cuando una voz femenina habló.

“¡Carlo, Carlo, Carlo!”, dijo la voz, era chillona y juvenil. La chica llegó hasta donde estaban los dos jóvenes.

―¡Karla! ―dijo sorprendido el príncipe―. Hace tiempo que no te veía, pero vaya, que guapa estás.

―Ay Carlo, qué cosas dices, vas a hacer que me ponga nerviosa ―dijo la chica y rio dulcemente―. Tú también te ves guapísimo.

El príncipe sonrió.

―Nunca cambias ―respondió él.

―¿Y a mí no me saludas, grosera? ―preguntó César con su sonrisa carismática.

―¡Ay César! No te había visto, como no estás tan guapo como Carlo ―el príncipe sonrió, Karla le guiñó el ojo y César puso cara de molesto. Después los tres rieron―. Ya, mentiras, ¿cómo estás?




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