El secreto de la princesa -parte tres-

Parte cuatro: Plática de amigos

¿Qué harías si te enteras que la mujer que amas y tu mejor amigo se aman?

 

Carlo y César llegaron contentos a la mansión Villaseñor. En el trayecto se turnaron para montar a Serafina, pues a Carlo le agradaba que su mejor amigo estuviera cómodo en todo momento. Quien llegó montado fue justamente César, el cual reía a rienda suelta por un comentario de Carlo, acerca de que estaba seguro que a él le gustaba Karla. Y la risa fue más fuerte cuando Carlo comentó que a ella también le simpatizaba César.

―Tú sí que tienes imaginación, Carlo. En realidad eres tú quien le agrada a Karla.   

―Lo sé, un día se me declaró… buenas tardes Rodrigo, buenas tardes Adrián ―saludó el príncipe a los guardias en turno, dos hombres grandes y fuertes, quienes respondieron con cortesía y el príncipe siguió hablando―. ¿Qué decía? Oh, ya recuerdo. Un día, ya te platiqué, pero lo haré de nuevo. Un día en una fiesta aquí en la mansión, Karla me dijo que estaba perdidamente enamorada de mí. Tuve que ser muy claro con ella y manejar la situación con tacto, no quería que mis palabras la llegaran a herir, así que le dije que yo estaba enamorado de otra joven y no podía corresponderla. Ella pareció tomarlo de manera muy madura.

En ese momento pasaban por el jardín.

―En realidad esa noche lloró mucho por tu culpa, le quitaste todas las ilusiones de conquistarte ―dijo César, riendo un poco―, pero aún le sigues agradando.

Ya habían llegado a la puerta. Era muy grande, de madera lustrosa. César ya había desmontado pero no dejaban de platicar.

―Pues no me hagas mucho caso querido amigo, pero esa forma en la que te vio no es solo de amistad, créeme, sé por qué te lo digo ―el príncipe levantó las dos cejas de manera consecutiva.

―Ya, déjate de cosas. Solo somos buenos amigos. Tú aún no me has dicho por qué querías que viniera ―cambió de tema César.

Abrieron las puertas y entraron a la mansión.

―¡Grettel! ―exclamó el príncipe sorprendido, frunciendo el ceño.

La sinvergüenza de Úrsula estaba dormida en uno de los suntuosos sofás. Rápidamente se puso de pie y agachó la cabeza.

―Perdón joven, me quedé dormida. Por favor, no le diga nada a su padre ―suplicó, aunque en realidad no le importaba si el virrey se enteraba o no. Pensaba que tenía derechos de hacer lo que quisiera, al fin y al cabo pronto sería la nueva virreina.

―Descuide, no lo haré, pero que no pase nuevamente, por favor.

―Claro que no, joven, no volverá a ocurrir ―en su mente decía otras cosas.

―Buenas tardes señora Grettel ―saludó César, sonriendo afable.

―Hola César, que gusto saludarte ―mintió Úrsula.

Desde que se enteró que a César le interesaba Zuleica, lo repudiaba, pero mantenía el malsano sentimiento sólo para ella. Él no era rico como Carlo, mas no era nada feo y si se lo proponía podía enredar a Zuleica. Afortunadamente la joven era muy ambiciosa y no le había puesto cuidado al guapísimo de César

―Pasen, por favor, estaré en la cocina por cualquier cosa ―dijo la mujer.

―Gracias, Grettel. Si llegan mis papás dígales que estoy en mi habitación. Vamos César ―exhortó Carlo.

―Así lo haré, alteza. Pierda cuidado ―respondió la mujer.

Úrsula se fue a la cocina y ellos subieron las escaleras a zancadas, cruzando con un paso dos peldaños.

Carlo y su amigo llegaron a la alcoba. Entraron, la puerta se cerró tras Carlo, quien veía a César recostarse bocarriba en la enorme cama.

―Te envidio mucho Carlo, tu cama está muy cómoda.

César se levantó y fue a la ventana. La abrió de par en par y salió al balcón con balaustradas de mármol.

―Que vista tan espectacular tienes, mira, allá se ve el palacio. Y mi casa de ese lado, y allá la casa de… ― era de Zuleica la casa que César veía.

―¿De quién? ―preguntó Carlo intrigado.

―De… de Karla ―dijo César, apuntando en otra dirección.

―Y dices que no te gusta ―comentó el príncipe en tono burlón.

César no pudo evitar reír ante lo dicho por Carlo.

―Que sepa dónde está su casa no significa que me guste, solo la señalé ―justificó―. Pero ya, dime lo que tanto me querías decir.

La expresión de Carlo cambió, pues iba a hablar de su amada Colibrí.

―Cierto, ven y siéntate, tengo que contarte.

―¿Y no me lo puedes decir de pie, aquí en este balcón, ante esta maravillosa vista del reino?

―Sí, pero es algo impactante, se trata de… Colibrí ―sonrió.

―¿Colibrí? ―César se rascó el cabello, encima de la oreja―. ¿Vamos a hablar de pájaros?

Carlo lo miró falsamente furioso.

―¡Qué gracioso!, ya sabes a quién me refiero ―dijo sonriente, luego le dio un golpe en el estómago a César y lo llevó a que se sentara.

―¡Me dolió! ―se quejó el agredido en un tono exagerado.




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