Después de todo, a veces, saber demasiado no es lo mejor. Mientras alguien sabe menos, también es menor el peligro que corre.
Pero aquella curiosa no se cansaba de saber. Lo quería absorber todo. Cada palabra, cada frase, cada narración y cada comentario hecho por los mandatarios del reino habían sido absorbidos por sus oídos, todo lo había captado y nada se le había esfumado. Se asombró cuando se mencionó a Úrsula de los Monteros, se grabó cuando hablaron de la llegada de un nuevo coronel, estuvo atenta cuando hablaron del verdadero padre de Carlo, un tal Roland, quien misteriosamente se había suicidado. Todo, absolutamente todo se había quedado en la cabecita de Clara María, quien se quedó muda totalmente al enterarse de que había sido descubierta escuchando detrás de la puerta. Se dio media vuelta y vio de quién se trataba.
―Ay Paulette, me asustaste ―y sonrió aliviada.
―Ya, cuéntame mejor qué escuchaste ―pidió Paulette, con petulancia en su cara.
Clara caminó lejos de la puerta de la sala privada, jalando de una mano a su hermana y cuidando que nadie las viera.
―Ya no podíamos estar ahí, por lo que pude notar ya van a salir del lugar, pero escuché bastantes cosas.
―¿Cuáles?
―Bastantes, no estés de preguntona.
―Ay Clara, nunca puedes contar un chisme bueno, pero en fin, espero y de verdad estés haciendo bien tu labor en la mansión Villaseñor. Recuerda revisar en todas partes: en el estudio, en la sala, en el baño si es necesario.
―Tranquila, hermanita, yo sé lo que hago. Ya veré en qué lugares busco. Tal vez encuentre algunas cosas en el estudio, el virrey se encarga de que nadie entre a ese lugar, seguramente ahí tiene algo escondido.
Paulette se separó un poco, luego se miró que el rey y el virrey salían de la sala privada, así que jaló de una mano a Clara y la llevó rápidamente hasta la sala principal. Llegaron al lugar y se sentaron inmediatamente, fingiendo que habían estado ahí en todo momento.
Enseguida apareció el virrey, seguido por Albert.
―Señorita Clara ―vociferó Leopoldo―, por favor vaya por la señora Adolfina, ya debemos partir.
―No hará falta cariño, ya estoy aquí ―se escuchó la voz de la virreina entrando.
Adolfina cruzaba la puerta que daba al jardín, la cual quedaba justo debajo de la escalera. Al lado de la puerta había enormes ventanas que dejaban entrar la luz de manera sesgada.
―Mi vida, que bueno que ya estás aquí ―respondió cariñoso Leopoldo, fingiendo―. Ya es hora de marcharnos, tenemos algunas cosas que hacer y ver cómo sigue nuestro pequeño Carlo.
―Cierto ―concedió Adolfina acercándose a su esposo―, tenemos que ir a ver cómo sigue de su “problemita”. Supongo que ya se pusieron de acuerdo tú… ―vio a Leopoldo y lo tomó del brazo, luego miró al rey―… y Albert.
―Por supuesto que sí, Adolfina ―comunicó el rey―. Ya acordamos que mañana mismo vendrán al palacio de nuevo para que se pueda llevar a cabo el tan esperado encuentro de nuestros hijos.
―¡Qué bien! ―Adolfina aplaudió, pero al ver que nadie más lo hacía se detuvo y continuó hablando―: Es una lástima que la princesa se haya sentido mal, me hubiera encantado despedirme de ella ―dijo sonriente.
―No importa, mañana podrán verla de nuevo, por eso no hay ningún problema ―repuso Albert.
―Eso es verdad ―inquirió Leopoldo―. Entonces mujer, hay que despedirse. Usted también señorita Clara, despídase que tenemos que irnos. Fue un gusto enorme verte, Albert ―se atrevió a mentir.
―Igual para mi Leopoldo, nos vemos mañana sin falta.
El virrey se despidió del rey y posteriormente de Paulette, dándole un beso tronado en el dorso de su mano derecha.
―Hasta mañana, señorita Paulette, ha sido un verdadero gusto conocerla.
―El gusto fue mío, alteza ―contestó con voz seductora la sinvergüenza ama de llaves.
―Sí, sí. Hasta mañana señorita Paulette ―dijo enfadada Adolfina, con la mirada la fulminaba y luego le dedicó una mirada de enfado a Leopoldo. Le dio la mano a Paulette y luego se despidió de Albert.
También se despidieron de Gloriett, quien le sonrió muy afable a la virreina, la cual le dio un abrazo y le besó una mejilla y después la otra, además le agradeció tantos chismes y noticias de última hora del reino Jordan, tenía mucho tiempo que no iba. Luego Leopoldo se despidió de ella, Gloriett le puso la mano para que le diera beso, pero el hombre se despidió tomándole sólo la mano.
―No, no, Leo. Mi amor, no seas grosero ―dijo Adolfina con dulzura―, dale beso en la mano a mi amiga Gloriett.
Leopoldo miró con enfado a Adolfina y luego inclinó la cabeza para darle un beso furtivo al dorso de la mano derecha de Gloriett, quien no había saltado la mano del virrey cuando él intentaba zafarse.
―Ay señora Adolfina, no era necesario ―comentó Gloriett.
―Claro que sí, todos los hombres deben mostrar absoluto respeto ante una dama y usted esa una dama, Gloriett y mi esposo debe ser caballeroso, ¿verdad, amorcito?
―Desde luego, tesoro ―dijo sonriente y azorado Leopoldo, quien en realidad ya se estaba cansado de tanta amabilidad con Adolfina, al parecer le estaba saliendo caro el chistecito de haberla aventado por las escaleras.
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Editado: 30.08.2020