Iba molesto, enojado, feliz, confundido, molesto otra vez, cansado, engañado, feliz de nuevo, fastidiado... Erick no sabía cómo iba, sólo sabía que iba. Le quería pedir explicaciones a Zuleica. No sabía cómo iba a comenzar a pedirle razones. Sospechaba muchas cosas de ella, pensaba muchas cosas, pero no sabía cómo enfrentarla.
Estaba seguro, por lo que dijo su hermana, que la Bestia había dejado el caballo en frente de su casa deliberadamente. Tal vez lo hizo porque se arrepintió de cómo lo trató y lo quería de nuevo formando parte del grupo, o tal vez porque Zuleica le dijo que lo hiciera porque era amigo de ella, y esto respaldaba su idea: Zuleica y la Bestia indiscutiblemente se conocían.
Estas conjeturas solo podía confirmarlas preguntándole directamente a ella. Y justamente eso iba a hacer, a pedirle explicaciones a Zuleica en su casa. Relámpago Negro repiqueteaba sobre las callejuelas empedradas rumbo a la casa de la gemela de Gisselle. Llegó en pocos minutos y se dirigió a la entrada.
Dejó el caballo amarrado en las viejas y oxidadas verjas que protegían el jardín seco en la entrada de la casa. Levantó la mohosa manija y abrió. Había una estrecha losa de piedra sobre la tierra, formando un caminito serpenteante hasta la entrada. Caminó sobre la losa y llegó al umbral.
Tocó la puerta con tanta fuerza que escuchó la voz de Zuleica diciendo que ya iba, que no era necesario tanto alborozo. La puerta de madera se separó del quicio y Zuleica asomó la cabeza y parte del cuerpo por la rendija. Al ver quién era abrió completamente y se puso una mano en la cintura mientras que la otra la recargaba al quicio de la puerta abierta. Miró con ojos vivos al que había tocado y con voz seductora dijo:
―Bienvenido Erick, te estaba esperando ―le sonrió coqueta―. Pasa por favor.
La última frase fue seguida por una acción. Una mano invitando a entrar. Erick miró receloso a la chica, pero solo durante unos pocos segundos; y después, sin dejar de ver a la joven en sus hermosos ojos verdes, entró. Tuvo que apartar la mirada ya que siguió de frente. La puerta se cerró tras ella, se viró y vio al joven dándole la espalda. Él estaba mirando las deplorables fachas de la casa.
La chica estaba arreglada, como si fuera a salir. Se había puesto un vestido color naranja, era pomposo y tenía lentejuelas en el busto. Sus bucles dorados y sedosos le colgaban de un solo lado sobre su hombro derecho y sonreía coquetamente ante la expresión facial tan seria del joven visitante que se había tornado hacia ella después de ojear en el interior.
Estaban frente a una enorme oquedad que permitía a la luz del día penetrar en todo el recinto y alumbrarlo con plenitud. Era una enorme ventana de cuatro vidrios cuadrados.
―Así que me estabas esperando, ¿y por qué? ―preguntó Erick.
La chica se acercó y quedó frente a él. La ventana no tenía cortinas porque no había dinero para comprarlas.
―Porque no te había visto desde que me dejaste en la cascada. Imaginé que querías saber cómo me fue.
Erick le dio la espalda.
―Es verdad, te dejé con ese engreído. Y no, no quiero saber las cosas que pudieron haber hecho. Estoy seguro que no me agradará para nada saberlo.
―No hicimos nada malo, solo platicamos un poco.
Ella hablaba a sus espaldas y todo lo decía con voz seductora.
―Pues que gusto me da ―respondió Erick, su voz expresaba todo lo contrario―. Pudiste entonces confirmar que la princesa y tú son idénticas, ¿no? Además de que ella es a quién él ama como un estúpido.
Aquellas palabras incomodaron a la joven. Rodeó a Erick y quedó frente a él.
―Tienes razón, no hablemos de eso. La verdad no me fue tan bien como esperaba. Ya se me quitaron las ganas de platicarte. Si no tienes nada más que hacer, puedes irte. ¿Trajiste a mi Relámpago Negro, verdad? ―le dijo como advirtiéndole problemas en caso de que la respuesta fuera un no.
―Sí, claro que lo traje. ¿Por qué no habría de hacerlo?
―No veo razón, así que gracias por todo. Me refiero también a lo del príncipe. De ahora en adelante me encargo yo.
―Como quieras. Pero antes de largarme necesito preguntarte algo.
―Te escucho ―contestó Zuleica con total desinterés.
―No sé por qué razón pienso que tú conoces a la Bestia.
La cara de Zuleica se desfiguró.
―¿Perdón?, ¿de qué hablas? ¿Quién es la Bestia? ―vociferó la plebeya como si la estuvieran ofendiendo.
―Por favor, Zuleica, no te hagas la que no sabes. Tú conoces a la Bestia, la conoces muy bien, podría jurarlo.
―¡Estás loco, Erick!, no sé de qué rayos estás hablando. Si te refieres a ese ladrón empedernido que asalta a los ricos para darles a los pobres, pero que nunca se ha sabido que les dé absolutamente nada, estás loco. Totalmente desquiciado, de dónde sacas esa idea tan estúpida, ¿de tu pequeña nuez?
Erick se sintió vilipendiado por aquellas palabras.
―Bueno, lo que pasa es que… es que… ―no podía explicar nada acerca de sus suposiciones, porque si Zuleica no conocía a la Bestia, él quedaría al descubierto.
―¿Es que qué? ―interrumpió ella con un grito estrepitoso, parecía enojada.
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Editado: 30.08.2020