El secreto de la princesa -parte tres-

Parte tres: Reclamo

El príncipe tenía todo listo. Había empacado todo para irse con su amada. Había sido muy poca ropa, toda arrebujada en el interior de un pañuelo rojo, que colgaba de la punta de un palo de madera, parecido al palo de una escoba. Tenía todo preparado, incluso las monedas, las cuales eran sus ahorros desde que tenía trece años, desde que se había enamorado de Colibrí. Los había estado reuniendo por si acaso algo así –como huir– ocurría.

De pronto llamaron a la puerta con mucha insistencia. Tocaban con vehemencia una y otra vez sin parar. Alguien mencionaba su nombre una y otra vez.

―Ya voy, papá, deja de gritar ―dijo el príncipe y abrió.

―¿Puedo pasar? Sí, gracias ―dijo Leopoldo pasando de largo.

―Sí papá, pasa ―respondió Carlo con ironía.

Leopoldo se detuvo frente a la inmensa cama, cubierta por una sábana de color azul turquesa. Miró el palo de madera con el bulto de ropa en la punta.

―¿Qué significa esto, Carlo? ―preguntó el virrey dándose media vuelta.

―Qué va a ser, papá, es mi ropa, me voy ―dijo Carlo cogiendo el palo de la punta, por donde estaba el morral―. Me largo de esta mansión para siempre.

En la pared, arriba de la cabecera se podía vislumbrar un enorme cuadro de vidrio, era una cascada preciosa que caía desde muy alto, formando un lago inmenso al pie de una montaña verde y boscosa.

―¿De qué diablos estás hablando? ―preguntó Leopoldo frunciendo el ceño.

―Lo que oyes, ¿acaso estás sordo? Bueno, pues te lo repito si tanto quieres: me voy, me largo de este reino para siempre ―repitió con enfado.

―¡Estás loco! Tú no puedes irte, tienes que casarte con la princesa. Mañana…

―¡Mañana nada, papá! Ya lo decidí y me voy a ir, nada ni nadie va a detenerme.

Leopoldo enfureció.

―Mira escuincle mocoso ―le dijo tomándolo del brazo―, tú no vas a ir a ningún lado, tú…

―¡Suéltame! ―le contestó Carlo, apartando su brazo y caminando hacia la puerta―. Ya no soy ese niñito al que podías manipular. Ya estoy grande y puedo tomar mis propias decisiones. Mi decisión es irme con la mujer que amo y eso es lo que voy a hacer. Es una decisión irrevocable, escuchas, i-rre-vo-ca-ble.

―¡¡¿QUÉ TE PASA?!! ¡¡NO PUEDES HABLAR EN SERIO!! ―la frente de Leopoldo tenía venas hinchadas.

Sus ojos chispeaban y por lo abiertos que estaban parecía que se le iban a salir. El mocoso que había criado para que hiciera lo que él quería estaba a punto de largarse con la mujer trepadora.

―Hablo más que en serio, papá. Nunca en mi vida he hablado tan en serio como ahora. Yo amo a Colibrí y no voy a permitir que tú ni nadie me aparte de ella, ¿lo entiendes?

Leopoldo se acercó a él con los ojos desorbitados.

―Pero ni siquiera sabes quién es. Tú estás tonto…

―No, no estoy tonto. Estoy enamorado ―hubo un silencio muy corto―. Y claro que sé quién es, ahora sé cómo se llama. Su nombre es Zuleica Montenegro.

La mente de Leopoldo trató de ubicar aquel nombre, pero sólo le fue posible gracias a unos quince segundos de buscar entre sus archivos perdidos en la mente…

―¡¿QUÉ?! ¡CON LA HIJA DE GRETTEL! ¡JAMÁS, NO LO PERMITIRÉ! ―bramó encolerizado el virrey, con el rostro desencajado.

Carlo permaneció sereno, como si hubiera presentido la reacción de su padre desde antes. Habló con firmeza.

―Pues no sé cómo lo vas a impedir. Suerte con eso. Hasta nunca, papá ―dijo indiferente y salió de su cuarto con su pequeño bulto color escarlata. En pocos segundos comenzó a descender por las escaleras.

Leopoldo se había quedado pasmado, absorto ante aquella decisión, jamás se la habría esperado. Él había pensado en llegar a casa y regañar fuertemente a Carlo, incluso amenazarlo con desheredarlo, pero al parecer el dinero no le importaba, pero a Leopoldo sí. Salió a toda prisa de la recámara y desde arriba de las escaleras vio a Carlo bajando. Gritó:

―Si te vas olvídate de que tienes padre. Ah, también olvida de que tienes casa, madre y una familia.

Carlo levantó la barbilla y lo miró determinante.

―Para un padre como tú, hubiera preferido nunca tenerlo. Y por la casa, no te preocupes, no me importa, no pienso regresar a este lugar.

―Pero hijo ―el contraste fue impresionante, Leopoldo suplicaba―, no puedes irte y dejar a tu madre en ese estado, recuerda que está enferma del corazón. No lo hagas por mí, hazlo por ella.

―Mamá es buena, no como tú. Ella entenderá que lo hago por amor y estará feliz por mí, por lo tanto su corazón estará bien.

Carlo ya estaba en la primera planta.

―¡Pero no puedes irte! ¡Tienes que casarte con la princesa Gisselle! ―bramó Leopoldo con rabia, escupiendo y babeando.

Carlo se dio media vuelta, lo vio desde la planta baja y le dijo gritando:

―Pues si tanto te importa la princesa, cásate tú con ella. Y ya me cansé se escucharte, papá, adiós.

El príncipe salió molesto de la mansión. Buscó en las caballerizas a su yegua Serafina y se fue del lugar. Se dirigió a la cascada, era temprano pero no le importaba. Esperar valdría la pena.




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