El secreto de la princesa -parte tres-

Capítulo 20 UNA PLEBEYA EN EL PALACIO

Parte uno: en la entrada

Zuleica caminó hasta la entrada cubierta por ramas. En su mano izquierda llevaba a Peregrino y en la derecha el vestido rosa de la princesa, doblado y arrugado. Erick no la siguió, estaba dispuesto a obedecer lo que ella le había ordenado. Se fue una vez que la vio perderse entre las ramas de aquella abertura tan extraña.

Zuleica cruzó y se hizo algunos raspones por no conocer el terreno. Estando del otro lado de la gran muralla ordenó a Peregrino que volara, pues ella debía cambiarse de ropa, debía convertirse en la princesa con aquel vestido. Lo desdobló meticulosamente y se lo puso; entonces se transformó en la princesa Gisselle Madrid. Ni siquiera ella podía creer que estuviera usando la ropa de la princesa. Por un momento sintió una emoción, pero después comenzó a preocuparse por no saber dónde estaba. Impelida por este desconocimiento llamó con un silbido a Peregrino, el cual llegó enseguida. Le dijo con voz clara:

―Necesito que sobrevueles delante de mí y vayas en dirección al palacio.

                                     

El ave obedeció y se remontó nuevamente en el aire. Enseguida comenzó a volar más abajo, justo delante de Zuleica, quien lo seguía despacio, y animada, elogiando al animla por su obediencia y compañía.

 

Luego de caminar bastante terreno, llegaron hasta un lugar donde Zuleica pudo ver, entre los árboles y ramas, retazos del palacio; visto de tan cerca lucía enorme. Jamás lo imaginó así. De niña siempre imaginó (como todas las niñas) que era una princesa. Y ahora, por primera vez, gracias a sus perversos planes, lo había logrado.

Al fin llegaría al palacio que tanto imaginó de pequeña e incluso sería la princesa. Mas no cualquier princesa, sino la que se iba a casar con el príncipe Carlo Villaseñor, porque si las cosas salían como ella pensaba, ella se iba a casar con el príncipe y no la otra.

 

Llamó a peregrino y le dijo que descendiera, este obedeció y luego se marchó, cuando Zuleica, tratando de acomodarse el cabello, le comentó que ella seguiría sola y en caso de necesitarlo, lo llamaría con el silbido habitual.

Solo le faltaban algunos metros para llegar a su destino. No sabía qué iba a encontrar, pero sí sabía que ahí ella era la princesa y todos tenían que obedecerla, fuera quien fuera. La princesa original había salido por ese mismo lugar, así que inventaría algo en caso de ser cuestionada. No corría ningún peligro de ser descubierta, pues la auténtica princesa estaba muy lejos de ahí.

Estaba ansiosa por entrar al enorme palacio. Esto la hizo apremiar el paso. Vio la entrada lateral más cercana y decidió acceder por ahí. Se escabulló entre unos abetos y abedules. Caminó un poco más con el pasto esponjoso bajos sus pies, amortiguándolos contra la tierra. Estaba casi en la entrada, solo a tres o cuatro metros.

De repente escuchó un gruñido. Se oía muy cerca y el volumen era cada vez mayor. Era el rugir de un animal a punto de atacar. Miró que un perro negro se acercaba a ella, dispuesto a morderla, pues le enseñaba los dientes y la miraba furioso con espuma en el hocico. Zuleica había olvidado que las princesas no juegan con los animales domésticos; tal vez aquel perro tenía rabia. Trató de suavizar el ambiente.

―Cálmate perrito, cálmate ―decía asustada, abriendo mucho los ojos―, soy yo, la princesa. Mírame bien, soy tu ama… ¡atrás, atrás! ―gritó al ver que la fiera no hacía caso.

Pero Camuflage sabía que no era la princesa. No era su habitual olor, el que podía percibir hasta cuando la joven estaba en el interior de la fortaleza. No era la joven que minutos antes lo había acariciado. Era un impostora, una intrusa que quería ocupar el lugar de su verdadera dueña. A él no lo podía engañar, porque tenía un olor diferente y en eso de las cosas odoríferas él era un experto.

Entonces, como había sido entrenado para detener a los intrusos, eso iba a hacer. Zuleica reculaba lentamente poniendo las manos al frente en posición de alto. Recordó, inevitablemente, esa ocasión en el centro de Valle Real cuando fueron acorraladas ella y su madre por seis perros flacos. Ahora solo era uno, pero estaba muy gordo y se veía más peligroso que los otros.

―¡Aléjate de mí, perro feo! ¡Soy la princesa, que no entiendes! ―trataba de convencerlo inútilmente―. ¡Auxilio! ¡Ayúdenme! ¡Me quiere morder este perro sarnoso! ―gritaba como loca y el perro se le echó encima.

Lanzó un rabioso gruñido y pegó un brinco para derribar a la muchacha, pero no lo logró. Golpeó con sus patas el vestido rosa y se aferró a él con todos sus dientes. Ella trató de liberarse jalando el vestido y este comenzó a romperse. Zuleica gritaba como loca y desesperada que se lo quitaran de encima.

Entonces llegaron varios soldados, entre ellos el capitán Germán, quien jaló a Camuflage de la cintura y lo separó del vestido de la intrusa.

―¡Basta, Camuflage! ―dijo el hombre con voz fuerte.

Zuleica lo miró indignada.

―¿Qué le pasa, imbécil? ¿Sólo eso va a hacer?

―¿Está bien, alteza? ¿Qué hacía aquí? ―preguntó el oficial.

―¿Que sí estoy bien? ¿Acaso me veo bien? Ustedes qué me miran, inútiles.

Los demás soldados dejaron de mirarla, se veía muy enojada, nada que ver a la princesa pasiva de otros momentos.




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