El secreto de la princesa -parte tres-

Parte cinco: Muerte en vida

Darlo todo, incluso la vida, por alguien a quien se ama, es el mayor sacrificio.

Albert Madrid lo hubiera hecho, hubiera dado su vida por la chica rebelde que no quería casarse, pero que adoraba con todo su corazón. La amaba aunque se negaba a obedecerlo. La quería tanto porque había nacido del amor entre él y su bella esposa. Y ahora, la chica estaba sola, en algún lugar inhóspito, rodeada por delincuentes que ni siquiera sabían escribir, pero él nada podía hacer, nada, solo le suplicaba al cielo que nada malo le pasara a su princesa.

Terminó de contar los diez costales de oro que le habían solicitado por el rescate. El señor Ignacio Duque de la Peña, presidente del Banco de Valle Real, estuvo atónito ante la petición de sustraer diez costales con monedas de oro de la bóveda real. En un principio se negó a darle acceso al capitán Germán y exigió una explicación del rey. Por lo tanto Albert tuvo que salir esa misma tarde el palacio, vestido de ciudadano común, para ir hasta el banco y hablar con el señor Duque. Le explicó los pormenores de su situación y le preguntó si él mismo no haría eso por su hija Karla. El señor Duque no dijo nada más, solo prometió absoluta discreción y de inmediato hizo cargar una carreta con los diez costales llenos de monedas de oro. Todo quedó en secreto.

Cuando el rey terminó de contar las monedas de los costales confirmó que eran diez mil. Era demasiado sin duda alguna, pero hubiera dado hasta el palacio de ser necesario, de eso no tenía ninguna duda. Todo estaba listo para acudir por la mañana a la iglesia a realizar el traspaso de intereses. Ellos querían el dinero y él quería a su princesa. Todo sucedería al día siguiente. Había que dormir. Ya quería a su pequeña de regreso.

 

En la mansión Villaseñor se vivía otro tipo de situación. El virrey fue a la recámara para ver si podía conseguir el perdón de su mujer. Entró con la cabeza agachada. La virreina se estaba despeinando para dormir cuando lo vio entrar. No creyó que tuviera el descaro de hacerlo, pero ahí estaba el hombre. Ella tenía una expresión de seriedad inalterable en su cara. Leopoldo se puso frente a ella. La mujer comenzó a hablar.

―Eres un desgraciado, Leopoldo Villaseñor ―acusó con mirada de desprecio―. No puedo creer que me hayas hecho esto.

El hombre no sabía cómo abordarla.

―Perdóname puchunguita, por fa…

―No me llames así ―dijo furiosa―. Ya me imagino las veces que le dijiste lo mismo a esa asesina.

―No, te aseguro que…

―Cállate, no quiero hablar contigo. Si tienes un poco de vergüenza, no dormirás en la recámara de ahora en adelante. Y si no quieres que te haga un escándalo, más vale, Leopoldo, que no me contradigas. Buenas noches.

Ella caminó hacia la puerta y la abrió. El hombre percibió el aire impregnado del perfume de gardenias que usaba su esposa. Se quedó sin palabras, se dio media vuelta y se fue. Enseguida la puerta se cerró con Adolfina adentro.

El virrey bajó por las escaleras a su estudio y se encerró. Ahí dormiría esa noche. Al día siguiente se encargaría de Adolfina, pero también de otro asunto de importancia impostergable. Debía visitar a la Bestia como ya lo tenía planeado.

 

Esa misma noche, bajo la luz azul fina de la luna llena, el príncipe estuvo llorando. Sus ojos se anegaban y sollozaba profundamente por largos minutos. No entendía por qué su amada no había llegado a la cita. Se quedó tirado sobre el piso de mármol de su balcón, mirando el resplandor del satélite natural de la tierra. De pronto miró luces cruzar el cielo, salpicado de fulgurantes estrellas intermitentes y pidió el deseo de verla al día siguiente para que le explicara qué había pasado y por qué no había llegado. Estaba seguro de que había una muy buena razón. El sueño lo venció y comenzó a soñar.

 

Por su parte, la desdichada princesa estaba a oscuras en aquel lugar, cubierta por una manta delgada que no le cubría el frio. Porque a pesar de que eran tiempos de lluvia y de calor, por las noches corrían por los bosques gélidos aires que calaban hasta los huesos, aunque cuando se dispersaban, también se llevaban esa sensación friolenta. Pero regresaban y la sensación también. Y en medio de la oscuridad la doncella despertó después de haberse quedado dormida. Todo era realidad. Estaba secuestrada.

Siempre había estado ahí, sentaba, maniatada sin poder hacer ni decir nada. Tenía una venda en sus ojos que le impedía saber si había o no luz en el lugar, pero el aire le decía que era de noche y los sonidos de los grillos también.

Se esforzaba por desatarse las manos pero era inútil, las tenía muy bien amarradas por la espalda, adheridas al respaldo de la silla en la que estaba sentada. Le dolía el cuerpo y tenía mucha hambre. Los desalmados hombres no eran buenos hospitalarios. Aunque al parecer y por lo que había alcanzado a entender, el secuestro había sido planeado por alguien a quien le interesaba que la princesa desapareciera. Eso lo había escuchado al aguzar su oído cuando el hombre de negro que la atracó en la entrada de la muralla se lo comunicó al resto del grupo. Su voz era demasiado estridente, no había sido nada difícil oírlo y descifrar lo que quiso decir con «la nueva orden». La querían borrar del mapa, la querían eliminar, la querían… matar.

 

Qué eran aquellos desquiciados seres sin corazón, capaces de matar a una joven indefensa. O quién estaba detrás de esa orden. No sabía cómo, pero seguramente estaba relacionado con esa famosa chica de la que tanto se hablaba.  A la que todos llamaban Zuleica. Sí, de seguro ella estaba detrás de todo aquel misterio. Ella la quería desaparecer para ocupar su lugar. De alguna manera se había dado cuenta que eran idénticas y quería sacar el mejor provecho de esa situación. Entonces, Gisselle debía encontrar la forma de estropearle ese plan, pues no podía permitir que se saliera con la suya. No iba a dejarle el camino libre para que se quedara con el chico que ella amaba.




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