Gisselle corría, corría y corría. Pero lo hacía despacio. Estaba segura de que él iba a llegar, iba a estar ahí. Estaba segura de que las aves habían llegado a donde él estaba y al verlas se había puesto muy contento. Y a pesar de que no llevaran ningún mensaje, el simple hecho de que los pichoncitos estuvieran ahí, significaría que debía ir a la cascada porque ella lo estaría esperando. Eso lo habían deducido desde la primera vez que los palomitos no llevaban mensajes. Incluso, cayeron en cuenta que las veces que se mandaban mensajes a través de las palomitas era porque querían verse, y claro, transmitirse por medio de la escritura algún pensamiento, sentimiento o emoción.
Fue por eso que cuando Carlo Villaseñor despertó picoteado por los pajaritos blancos, dedujo que ella lo estaría esperando en la cascada y se puso muy contento. Ya quería verla, abrazarla, apretarla contra él y repetirle que nunca más quería estar lejos de ella. Decirle otra vez que estaba dispuesto a huir en ese momento si ella se lo pedía. Pero para eso tenía que ir a la cascada, porque seguramente la chica ya estaría ahí. Estuvo listo en breves momentos y pronto salió de la mansión. Iría a reencontrarse con el amor de su vida.
Al salir de la mansión Serafina galopó velozmente, podía sentir que su amo tenía prisa y ella no tenía ningún problema en ir rápido, además, tal vez vería a un caballo blanco que le gustaba mucho.
El tiempo pasaba muy lento antes de ver a Colibrí, pero cuando estaba con ella, el tiempo desaparecía tan rápido como inhalar y exhalar. A pesar de eso, quería correr el riesgo, quería estar junto a Colibrí de nuevo, la extrañaba muchísimo; además, le tenía muchas preguntas que hacer.
Nuevamente, como en muchas ocasiones y en especial en la última, observó cómo los árboles iban ganando terreno al adentrarse más en las grutas del bosque. Todas las casas y todos los caminos marcados por las ruedas de los coches y los cascos de los caballos quedaron atrás, dando lugar a los troncos de los árboles y a las mechas de pastos verdes y altos que crecían en todas direcciones en el bosque abrazador.
Carlo Villaseñor no podía creer que la vería nuevamente. Ella tenía que darle una muy buena razón por la que no había acudido a la cita el día anterior. Había sido demasiado triste no verla.
Por otra parte, la chica ya estaba ahí. Portaba su vestido blanco, el mismo con el que fue secuestrada. Se limpiaba algunas manchas de polvo que habían quedado por la pelea con los barbajanes. Afortunadamente los maestros Fu y Chi la habían dotado de habilidades especiales que durante esa mañana salvaron su vida.
Efectivamente, había usado la técnica del Niño Dormido para lograr derribar a sus oponentes. Era una técnica muy sencilla y muy complicada porque si no se colocaba el dedo en la parte correcta del sistema nervioso, en lugar de un desmayo lo que podría sucederle a la persona atacada podría ser una parálisis cerebral o la muerte instantánea. En eso habían sido muy claros los maestros.
Al parecer Gisselle sabía muy bien qué nervio del cuerpo debía presionar para lograr lo que deseaba, pero ella no era la única, Zuleica también conocía el secreto, lo había hecho con uno de los guardias cuando iba a salir de palacio.
La princesa había dejado atrás los recuerdos de su escape para traer a su mente el esperado encuentro con su amado. Ya lo imaginaba, caminando por entre los árboles y los montes yendo hacía ella. Cuando él estuviera ahí no sabía cómo iba a reaccionar, por eso improvisó algunas frases como: “mi amor, te extrañé tanto” o gritar: “Guepp, Guepp, Guepp” como loca una y otra vez. No tuvo que pensar tanto cuando lo vio avanzar hacia ella, era él, sonriente, montado sobre su yegua serafina.
Se bajó rápidamente y comenzó a correr con los ojos bien abiertos hacia donde estaba la chica.
Ella estaba de pie, frente a la cascada, esperándolo. El corazón parecía que se le iba a salir, pues los latidos eran cada vez más acelerados.
El príncipe corría a más no poder, no pronunciaba ninguna palabra. Sólo estaba muy contento porque ella estaba ahí, donde la había esperado el día anterior.
La carrera terminó y él llego hasta donde estaba la chica. Se abrazaron de inmediato con la fuerza y rapidez que lo hacen los polos opuestos de dos imanes al estar muy cerca uno del otro. El momento fue hermoso.
―¡Colibrí, Colibrí, Colibrí! ―decía él entre susurros y jadeos con los ojos cerrados y su barbilla recargada en el hombro de ella, abrazándola como oso. Sintiéndola real y cálida.
La chica recargaba una de sus mejillas en el pecho de su amado.
La chica no respondía. Así pasaron unidos varios segundos, disfrutando del sentir que el silencio proporciona a dos corazones que se han extrañado tanto.
Un momento después, Carlo se separó y la miró a los ojos:
―Mi amor, estás aquí ―le tomó las mejillas entre las manos; ella sonreía y derramaba lágrimas de felicidad.
―Sí Guepp, aquí contigo ―una meliflua voz salía de aquellos labios de princesa―, juntos, tu y yo. Mi amor, te extrañaba tanto.
Ella exhaló un delicado suspiro.
―Y yo a ti, Colibrí, como no tienes idea.
No dejaban de verse. Se registraban la cara con las manos, el cabello, los labios, los hombros. Querían estar seguros de que todo era real. Y efectivamente, ahí estaban ambos, mirándose. Sus ojos entraban hasta lo más profundo de los dos. Y cómo si fuera algo automático el joven se acercó lentamente mientras que ella también lo hizo.
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Editado: 30.08.2020