El secreto de la princesa -parte tres-

Capítulo 23: COMENZAR DESDE CERO

Parte uno: Madre contra hija

―¡Bu! ―se le oyó decir a la plebeya sin dejar de mirar con ojos fríos a la mujer que tenía en frente.

Úrsula dio otro paso atrás y tropezó con unos trozos de madera y cayó al suelo.

La joven esquivó la mesa, se dirigió al lado izquierdo, recogió la espada plateada y caminó hasta donde estaba Úrsula tirada, quien nunca le había quitado la mirada y seguía impresionada por su descubrimiento. El corazón le retumbaba en los oídos.

La chica le apuntaba con el arma blanca.

―Tt-t-tú, ¿la Bestia? ―balbuceaba la mujer del suelo, como si el aire se le hubiera ido de los pulmones.

La joven la miraba desde alto, altiva, con los ojos encendidos de fuego verde.

―¡Sí, yo! ¿No te lo esperabas, verdad, mamá? ―dijo Zuleica, se veía en su rostro una expresión de repulsión total, como si ante sus ojos estuviera la criatura más asquerosa que hubiera conocido―. Pero vaya, ¡qué sorpresa!, si en realidad no eres mi madre, sino mi tía, una despreciable y miserable tía.

Desde el suelo, toda sucia y llena de polvo, la mujer que vestía de rojo lograba ver a su hermana Christie apuntándole con una reluciente espada plateada, al parecer estaba muy molesta y no dudaría en clavarle aquella hoja de hierro en el estómago.

―Pero, cómo, por qué, cuándo…

―¡Cállate! Aquí las preguntas las hago yo ―dijo la plebeya mostrando mucha molestia en su voz―. Levántate, quiero verte de pie, ¡ahora!

La mujer se levantó calmadamente. Luego sintió la punta de la espada en el cuello, mientras que lo largo de la espada marcaba la distancia entre ellas y Zuleica.

―¿Qué vas a hacer? ―preguntó temerosa Úrsula. Tenía la mirada desencajada, el miedo la consumía, la seguridad de minutos antes se había esfumado. Ahora estaba a merced y antojo de su hija, a la que deseaba ver muerta, pero los papeles habían cambiado, pues si Zuleica quería, en ese momento la muerta sería otra.

―¿Qué voy a hacer? ¡¿Qué voy a hacer?! ¡¡¿DE VERDAD TE IMPORTA?!! ―contestó Zuleica con su voz natural y gruñona. El papel de la Bestia amable e hipócrita había terminado. Úrsula no respondió nada, sólo cerró los ojos y los volvió a abrir―. Debería matarte como tú querías matarme a mí. De verdad, debería hacerlo para que aprendas que no puedes ir por ahí queriendo que las personas mueran sólo porque  a ti se te antoja. Ahora dime, Grettel,  Úrsula, y sé totalmente sincera: si yo no fuera la Bestia, ¿te habrías retractado de quererme ver muerta?

La mirada de la cuestionada se desvió.

―¡Contéstame! ―exigió imperiosa la muchacha―. ¡Vamos, hazlo! ¡Dímelo! Confírmame lo que ya sospecho, ¡hazlo!

―Ya sabes la respuesta ―tartajeó Úrsula con miedo en los ojos y mirando al suelo.

Zuleica apretó la contera de la espada y la empujó un poco hacia adelante. Úrsula sintió una punzada cortante en el cuello, pues la punta estaba por entrar en la piel de su garganta.

―Debería matarte ahora mismo, Úrsula ―declaró Zuleica.

La mujer tragó saliva.

―No, no por favor, no me mates ―chilló Úrsula―. Te lo suplico, no me mates.

La joven miró en varias direcciones, luego acercó su cara a la mujer, pero sin dejar de presionar en el cuello de ella. La miró con desprecio.

―Y dime, ¿por qué no habría de hacerlo? Tú no habrías dudado, ¿por qué yo sí debo dudarlo?

La mujer del suelo no sabía qué responder, su cerebrito de pollo trabajaba lento.

―Po-po-por ―tragaba saliva precipitadamente― porque, porque ―balbuceaba―, porque tú eres mejor que yo, tú…

―¡No me digas! ―interrumpió la plebeya en una burla amarga―. Entonces, ¿por eso no debo matarte? Porque yo soy mejor que tú. Pero ¡wow! Qué sorpresa tan grande. OBVIAMENTE soy mucho mejor que tú, pero esa no es una razón para no asesinarte ahora mismo. Convénceme, Úrsula, convénceme de no quitarte la vida en este momento, hazlo o muere en el intento ―dijo y presionó más la espada. Una pequeña gota roja comenzó a formarse en el punto exacto donde la punta de la espada tocaba la piel de Úrsula. Un hilillo se sangre corrió por su cuello y entró en contacto con el vestido.

La atacada seguía pensando, pero no hallaba razón. Zuleica sabía perfectamente que ella no se habría detenido para asesinarla, por lo tanto, no había razón para que ella no muriera. De pronto palabras salvíficas llegaron a la mente de Úrsula y jadeó desesperadamente.

―Yo ―las palabras las decía pausadas y dando resoplidos como si estuviera muy cansada o estuviera en una carrera muy larga―… yo ―miraba en todas direcciones, los engranes de su cerebro trabajaban a toda velocidad, pero aun así estaban muy lentos―… yo… Zuleica ―la chica la miraba con ganas de ya terminar con ella―, Zuleica, yo te juro, te juro que haré lo que tú me pidas, lo que sea, no dudaré en nada para obedecerte. Seré tu sierva si así lo quieres.

La joven frunció el ceño, miró detenidamente a la mujer que tenía en frente. Pareció llamarle la atención su propuesta.

―Ah, sí ―contesto despectiva―, y como sé que puedo confiar en ti, a ver, dímelo. ¿Cómo sé que no me traicionarás y que me apuñalarás por la espalda en la primera oportunidad que tengas? ¡Dime! ―vociferó la plebeya.




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