El Edificio Central de Valle Real era una construcción imponente, elevada sobre la tierra por losas pesadas y columnas muy gruesas. Tenía una entrada solemne compuesta por dos pilares muy altos y gruesos de mármol. Tenía una escalinata de escalones anchos y largos. Se componía de tres niveles muy largos y amplios.
En el primero estaban las oficinas de la policía, comandadas por Adell Márquez. En el segundo estaban las oficinas de reuniones y el área administrativa. Donde se realizaban las reuniones había una enrome mesa redonda al centro y por las ventanas de cristal se podían aprecias las construcciones del exterior. Desde las ventanas se veían los árboles y las personas avanzar por las calles empedradas. Más allá estaba el banco, la plaza central, a lo lejos el mercado y múltiples caseríos de una y dos plantas. Las calles anchas y empedradas desembocaban en la plaza central.
Por una de aquellas calles surgió un grupo de soldados. Detrás de ellos venía el carruaje rojo con dorado. Todos lo sabían: el rey venía en el interior. Los soldados estuvieron atentos a las miradas, pero las personas las dirigían al suelo enseguida. Nadie podía ver el rostro del rey. Si alguien osaba hacerlo, iría al calabozo de inmediato. Los soldados que estaban alrededor de inmediato tomaron una posición firme y dieron la espalda al carruaje rojo. Todos debían hacerlo de esa manera.
Los soldados y el carruaje se detuvieron frente a la escalinata del Edificio Central. Abel abrió la puerta del coche rojo y Albert bajó solemnemente. Nadie lo veía. Los soldados alrededor del carruaje estaban dándole la espalda, vigilando que nadie osara ver hacia donde estaba el rey.
Albert caminó hacia la escalinata y comenzó a subir peldaño tras peldaño. Su capa de terciopelo azul por fuera y rojo por dentro se arrastraba a su espalda. En su mano llevaba el reluciente cetro plateado y una corona de oro brillaba sobre su cabeza. En las columnas de mármol de la entrada, posterior a la escalinata, lo recibió Adell Márquez y tras un gesto reverente, lo condujo a la segunda planta, donde ya lo esperaba el Consejo de los Cinco.
Tras una señal de Abel a los soldados, estos indicaron a los transeúntes que ya podían volver a sus actividades habituales.
John Albert Madrid Villarreal, Pánfilo Leopoldo Villaseñor Puchin, Abelardo Ignacio Duque de la Peña, Demi Yamil Lafaort Dumn, Laurent Adell Márquez Palacios.
Este fue el pase de lista cuando Albert había hecho acto de presencia y se había sentado en la silla de plata que presidía la mesa redonda. Los demás estaban atentos alrededor, expectantes y habían respondido con un sonoro: presente.
Algunos estuvieron incómodos por dejar al descubierto su segundo nombre.
El rey había entrado custodiado por varios soldados y estos se quedaron afuera del recinto, apostados a los lados de las puertas cerradas.
―Estimados amigos y compatriotas ―dije Albert, rompiendo el silencio ensordecedor que generaban aquel tipo de reuniones, pues siempre se trataba de asuntos nada gratos―. El motivo por el cual he decidido convocar esta reunión extraordinaria es por la presencia de un hombre abominable que ha causado problemas durante mi reinado. Ya todos lo conocen: la Bestia.
―Creí que era un mero chiste ―dijo Leopoldo.
―No lo es, querido Leopoldo. Ignacio, tesorero del reino, quien está aquí presente, es testigo de que tuve que disponer de diez costales de oro de las reservas de Valle Real para entregarlo a ese sinvergüenza.
Ante estas declaraciones se levantó un cuchicheo entre los presentes.
―Así es ―confirmó Ignacio Duque―, yo autoricé ese retiro del banco real. Albert me dijo que era de vida o muerte.
―¿Pues qué ocurrió como para disponer de una cantidad de oro tan voluminosa? ―inquirió Leopoldo.
―La Bestia secuestró a mi hija, a la princesa Gisselle y de rescate pidió diez mil monedas de oro ―respondió el rey.
El murmullo y los comentarios aumentaron sobremanera.
―Esto es imperdonable ―enfureció Leopoldo, poniéndose de pie―, ese hombre ha ido demasiado lejos. Tenemos que hacer algo para atraparlo ―urgió Leopoldo, parecía realmente indignado.
―Mi hija ya ha regresado a casa, amigos ―informó Albert con calma e invitando a Leopoldo a tomar su lugar, el cual obedeció.
―Es una excelente noticia, Albert ―dijo el señor Duque.
―Así es, pudo escapar ―comentó el rey―. Afortunadamente también regresó con el carromato y los costales de oro. Así que el dinero ya está de vuelta.
―¿Cómo hizo eso? ―preguntó Adell, sorprendido por todo lo que estaba escuchando.
―No lo sé, no tuvimos mucho tiempo de hablar porque justo cuando venía de salida ella regresaba a casa. Más tarde que vaya le preguntaré. Ahora, Adell, Yamil, Ignacio, Leopoldo, necesito que elaboremos un plan infalible para detener de una vez por todas a la Bestia. Secuestrar a mi hija ya fue el colmo de sus fechorías.
―¿Qué se les ocurre? ―preguntó Leopoldo, quien desde luego deseaba que atraparan a la Bestia, pero que fuera después de que se deshiciera de Zuleica.
―Recuerdo ―dijo Yamil― que aquella vez que murió Leonard Palacios fue porque la Bestia quería despojarlo de una gran suma de oro. Podríamos hacer lo mismo esta vez: correr el rumor de que se transportará mucho dinero al reino de Jordan, pero con la gran diferencia de que no se llevaría nada de oro, pero se regaría la noticia de que así es.
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Editado: 30.08.2020