Gloriett y Gisselle salieron del palacio en el carruaje real. Iban escoltadas por un numeroso grupo de soldados y al pasar por las calles empedradas del reino, las personas se daban la media vuelta de inmediato. El coche se estacionó detrás de la iglesia y ambas mujeres descendieron de él.
Llamaron a la puerta y Hellen abrió.
―Qué gusto verlas, pasen por favor ―Hellen hizo un gesto con la mano y la recién llegadas entraron. Ambas se cubrían el rostro con lo que parecía un rebozo. La puerta rechinó al cerrarse.
La bella joven y la anciana mujer, al estar en el interior, se quitaron las telas que cubrían sus rostros.
En el pequeño patio trasero de la casa se oyó el ladrar de los seis perros, que jugaba unos con otros.
―Ya están tranquilos esos cachorros ―comentó Gloriett.
―Sí, les hacía falta un poco de cariño ―comentó Hellen―. Tomen asiento por favor, habrán de disculpar el desorden. Isaías apenas se fue y no tuve tiempo de recoger las tazas. ¿Gustan algo de beber?
―Yo algo de té ―respondió Gloriett―, ¿y tú, hija?
―Agua está bien, señora ―dijo la princesa, mirando a Hellen.
Se sentía en una jaula. Era apenas una sala modesta, aderezado con un tapete al centro y unas sillas alrededor. La entrada a la recámara se miraba al fondo y la entrada a una pequeña cocina estaba al lado derecho de la puerta. Frente a la sala había un ventanal con vista a la calle, donde estaban los soldados, los caballos y el carruaje. No había movimiento, era como si estuvieran congelados.
Hellen le dio agua a la muchacha en un vaso alto y delgado de cristal. Ella bebió despacio y colocó el vaso sobre la mesa.
―No las esperaba, a qué debo su honrosa visita ―preguntó Hellen amablemente.
Gloriett habló con seriedad.
―Úrsula de los Monteros está en el palacio ahora mismo hablando con el rey Albert.
Gisselle miró la reacción de Hellen, pues Gloriett le había dicho que aquella mujer conocía a Úrsula y podría decirle detalladamente todo lo que quisiera saber sobre la muerte de su madre.
―¡Eso no puede ser! ―espetó Hellen, lívida y con la boca abierta.
―¿Por qué no puede ser, señora? ―preguntó Gisselle, intrigadísima.
―¿No le has dicho, Gloriett? ―preguntó Hellen sin disimular su espanto.
―Sí, ya lo sabe, pero no me cree ―dijo la nana en tono lastimero―. Estuvo hablando con esa mujer un buen rato.
Hellen miró a Gisselle a los ojos.
―Princesa, lo que Gloriett te dijo es verdad. Cualquier cosa que te haya dicho Úrsula es una mentira, una vil mentira.
Gisselle se puso de pie y habló con cortesía.
―Con todo respeto, señora, pero ¿cómo sé que lo que usted me dice es verdad?
―Sé que no soy la persona más indicada para decirte esto ―respondió Hellen sumamente nerviosa―, pero yo… yo estuve presente cuando… cuando Úrsula asesinó a tu madre.
Aquellas palabras dejaron helada a la muchacha, pero no quiso intervenir.
―Continúe ―fue todo lo que dijo Gisselle.
―Acababan de nacer y tu madre estaba muy débil ―agregó la anciana.
―¿Acababan? ―preguntó de repente Gisselle.
―Sí, veo que hay otras cosas más qué decir. Fueron dos preciosas niñas, idénticas, tú y la otra, la que crio Úrsula.
Ahora todo tenía sentido. El cuadro no estaba completo sin aquella revelación.
―¿Cómo sabe usted de la otra niña? ―cuestionó la princesa con bastante interés.
―Porque Úrsula me hablaba de ella cuando me visitaba en la casa donde me tenía encerrada ―decía Hellen con vergüenza y a la vez con alegría porque podía al fin decir todo lo mal que la había pasado cuando Úrsula la había tenido encerrada.
―Y cómo fue que esa mujer, bueno, Úrsula, cometió el crimen ―preguntó la muchacha con suma seriedad y espanto.
Gloriett oía en silencio, bebiendo de su tacita de té.
Hellen miró hacia la ventana y habló con voz clara, dando la espalda a sus oyentes.
―La ahogó con una almohada ―confesó la anciana con la voz quebrada―. La asfixió ―y guardó silencio por unos segundos porque sus ojos se llenaron de lágrimas―. Luego me amenazó con culparme a mí. Yo tuve miedo. Temí incluso que me matara a mí también. Y seguramente pensó hacerlo, pero se le hizo más fácil ofrecerme dinero. Con eso me fui a vivir lejos, pero el dinero se me terminó. Cuando regresé para pedirle más, hace cinco años, me encerró en una casa abandonada y ahí estuve hasta hace poco tiempo, que pude escapar. Intentó asesinarme, enviando esos perros a matarme, pero no contaba con que esos cachorros son míos y en lugar de hacerme daño, se alegraron tanto de verme. Pero el punto aquí ―dijo, dando media vuelta y mirando a sus oyentes― es que esa mujer asesinó a tu madre. Y debemos detenerla. Además, robó a tu hermana, a la cual hay que localizar para que sepa la verdad, que esa mujer no es su madre, sino la asesina de su verdadera madre.
Los ojos de Gisselle estaban desencajados. Estaba horrorizada por lo que escuchaba. Parecía una historia de terror lo que aquella anciana confesaba.
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Editado: 30.08.2020