El secreto de la princesa -parte tres-

Parte cinco: Encuentro inesperado

Después de este evento, hubo mucha actividad en el palacio y en cuestión de minutos todo estaba listo. Los guardias habían tomado sus posiciones en las almenas.

La princesa había sido perfectamente alicusada. Le habían puesto su mejor loción. Se puso una cadena y sintió en su pecho el medio corazón de Guepp y sonrió frente al espejo mientras Hellen y Gloriett la peinaban. Ella se mantenía seria, pensativa, entusiasmada, como si al final su sueño se hiciera realidad: el príncipe sería su esposo, al final de todo se podría casar con él.

Ya habían transcurrido cuarenta minutos cuando escucharon el chirriar de las gruesas puertas de madera de la puerta principal al abrirse. Enseguida se escuchó el traqueteo del carruaje avanzando por la entrada del palacio. La princesa lo sabía, su amado príncipe ya estaba ahí. Se puso muy contenta y se le ruborizaron los pómulos. Parecía caminar sobre nubes.

En cambio el príncipe no sabía por qué estaba ahí, recordaba las palabras de su amada y seguía tratando de entenderla. ¿Por qué le había pedido que conociera a la princesa? Pero su pensamiento estaba muy lejos de ese lugar, en la cascada, con la joven que amaba. Suspiró.

―Hijo, calmado, no te desesperes, ya casi la conoces ―dijo Adolfina, mirando que su hijo sonreía y suspiraba.

Pero Carlo pensaba únicamente en lo que ella le había dicho. Entendía por qué Colibrí había escrito esas palabras: él era el príncipe y tenía una responsabilidad, así que le daría gusto a sus padres y al rey y luego, una vez que se dieran cuenta de que no estaba interesado en la princesa, diría a todos que se iría con Colibrí sin importarle nada.

En esta ocasión la princesa nuevamente se acercó al balcón y pudo ver lo que ocurría a al pie de la escalinata de la entrada.

Justo ahí el chofer detuvo los caballos que jalaban el carruaje. Entonces los pasajeros comenzaron a descender.

Primero lo hizo Leopoldo y le extendió la mano a Adolfina, quien no la quiso tomar. Tampoco Clara le tomó la mano. El hombre hizo un gesto de incomodidad. Luego bajó Carlo, aún pensativo, dudando. La princesa pudo verlo, era él, era el príncipe. Era el hombre de sus sueños. Entonces ella regresó al espejo para terminar de arreglarse.

En las escaleras el virrey caminó liderando a los demás. Subieron todos los peldaños hasta la entrada y ahí Patty les abrió. Luego los condujo hasta la sala principal, donde Albert los estaba esperando. Estaba sentado en un sillón de grandes proporciones, por lo cual se puso de pie al verlos entrar. Los invitados arribaron y lo saludaron cortésmente. El rey le agradeció a Carlo su presencia.

―No le podía fallar, majestad  ―respondió él cortésmente.

 

Paulette estaba de pie al lado del rey. Ahora vestía de azul. No había escote como la vez anterior. El incidente con Úrsula era únicamente un recuerdo y se había maquillado muy bien para borrar toda marca de la golpiza. Albert estaba muy feliz porque ahora esa mujer estaba en la mazmorra y muy pronto la entregaría al comandante Márquez para que la encerrara en los calabozos debajo del Edificio Central.

Todos se sentaron en los distintos asientos dispuestos para la ocasión. Paulette y Clara no dejaban de mirarse discretamente. Luego, Hellen y Gloriett aparecieron en la planta alta, en el descenso de las escaleras, pero no bajaron, sino que cada una se apostó a cada lado de la escalera y anunciaron que la princesa Gisselle estaba a punto de salir.

Todos estuvieron atentos, mirando hacia arriba. El menos preocupado era Carlo, pero también levantó los ojos hacia aquellas dos mujeres mayores. Gloriett vestía de lila y Hellen de rosa pastel. Eran vestidos largos y sencillos. En el techo alto y blanco se podían apreciar algunos adornos colgantes. Gloriett miraba que alguien venía y le dijo con la mano que se detuviera, luego miró hacia abajo, a los invitados expectantes y dijo:

―Reciban todos a la princesa de Valle Real, Gisselle Madrid de los Monteros.

Se hizo un largo silencio y de pronto una doncella hermosa llegó a donde iniciaban las escaleras y con sus ojos verdes miró hacia abajo, sonriendo dulcemente. Miró a todos los presentes y buscó a alguien en especial. Lo encontró, pero él no la estaba mirando. No estaba interesado en ella. Carlo miraba a las personas que lo circundaban, las cuales estaban extasiadas con la belleza de la princesa.

Todos comenzaron a aplaudir, incluso Carlo, pero desganado, sin voltear hacia arriaba, solo observando la emoción de los demás. Pronto miró que su madre le indicaba con la cabeza que volteara a ver a la princesa y él lo hizo sin muchos ánimos.

La visión que tuvo le sacudió el alma. Un hormigueo le recorrió todo el cuerpo y se llevó una mano al corazón, el cual se había exaltado repentinamente. Entonces Carlo aplaudió con ímpetu. Sus labios se entreabrieron y se talló los ojos para cerciorase de que no era una ilusión de su mente.

La joven también lo estaba mirando y lentamente fue bajando las escaleras. Tras ellas venían las dos mujeres mayores. El príncipe no dejaba de verla, quería correr a donde estaba ella para asegurarse que fuera real, pues no podía creer lo que estaba viendo. Pero se contuvo y siguió aplaudiendo al igual que todos.

La chica concluyó su descenso y se acercó al rey, seguida por Hellen y Gloriett.

―Padre, hola ―dijo y le dio un beso en la mejilla. Albert correspondió el beso y la abrazó.




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