El secreto de la princesa -parte tres-

Parte dos: La noticia que todos querían escuchar

Quienes estaban en la sala los invitaron a pasar y a sentarse. Carlo no decía nada, pero sonreía desmesuradamente, así como Zuleica fingiendo ser Gisselle.

Ella dejó la mano del muchacho y fue con Albert.

―Amado padre, el príncipe Carlo tiene algo que decirte.

Carlo, que se había quedado solo, levantó el mentón, miró a Gisselle y su sonrisa volvió a crecer. En realidad estaba haciendo un enorme esfuerzo por creer que aquella joven era Gisselle y esa idea lo hacía sonreír. Luego dirigió su mirada al rey.

―Majestad ―dijo, agachando ligeramente la cabeza―, he platicado con su hermosa hija, la princesa Gisselle. El tiempo que hemos pasado juntos ha sido suficiente para darme cuenta que tiene usted un hija encantadora ―cuando decía esto, pensaba en Colibrí―. Nunca en mi vida hubiera imaginado la maravillosa hija que tiene. Es hermosa, simpática ―y recordaba todos los atributos que tenía su amada Colibrí―, alegre, divertida, espontánea, inteligente, dulce, compasiva ―y miró que al decir esto, los ojos de Zuleica se enfurecían, aunque trataba de disfrazar su molestia con una alargada sonrisa―. Además, tiene una conversación muy agradable. Podría pasarme horas y horas hablando con ella. Me he dado cuenta que coincidimos en muchas cosas y no deseo nada más que casarme con ella lo antes posible. Claro, con la venia de usted, desde luego, alteza.

Todos los presentes rompieron en aplausos y gritos de júbilo. Adolfina prorrumpió en llanto y Leopoldo también. No lo podían creer, su sueño se había hecho realidad. Clara y Paulette estaban indiferentes. La nana Gloriett abrazó a Hellen y esta la recibió contenta. El rey  intentó abrazar a su hija, pero ella le dijo que esperara, pues al parecer Carlo quería decir algo más.

―Me alegra que tome a bien mi petición ―continuó Carlo―. Pero hay algo más que hablé con la hermosa princesa. Y ella estuvo de acuerdo con mi petición. Me gustaría que la boda sea el día de mañana.

Esto alegró más a Leopoldo y Adolfina, y también a Albert. No esperaba que ocurriera tan pronto. Por su parte Carlo pensaba que hacer las cosas de esa manera le daría más gusto a la chantajista mujer. Ella se sintió complacida por encontrar en Carlo a un hombre tan dócil, ya de marido haría lo que quisiera con él.

Albert miró a su hija.

―¿Estás tú de acuerdo con lo que ha dicho este muchacho, hija?

―Así es, padre ―respondió la chica. Sus palabras eran dulces, como si fuera la misma princesa―. Si das tu consentimiento, yo mañana mismo me caso con el príncipe Carlo ―usó un tono de voz amoroso, pero falso.

También miraba al príncipe al decir estas palabras, para darle más realismo a la falsedad.

―Pero qué dices ―repuso Albert con entusiasmo― si por mí fuera se casaban hoy mismo. Sin embargo, a pesar de que me fascinaría que se casaran mañana, me temo que tendrá que ser pasado mañana…

―¿Por qué? ―preguntó la muchacha, interrumpiendo.

―Lo que pasa es que debemos anunciar el compromiso ―respondió el rey―, invitar a toda la corte y a las personas más distinguidas del reino. Mi única hija se casa, por lo tanto me gustaría que todo el reino estuviera en su boda.

Esta respuesta no pareció agradarle a la princesa.

―Carlo y yo pensamos en algo sencillo ―comentó la chica―, por eso decidimos que mañana. No tienes por qué invitar…

―Mi amor ―interrumpió el rey―, mi mayor temor era que esa mujer apareciera, pero ahora está encerrada, así que no hay por qué tener tanta prisa. Ahora todo está bien y está tranquilo, por lo tanto invitaremos a la corte para la fiesta de compromiso tuya y del príncipe el día de mañana y pasado mañana será la gran boda. No se diga más, brindemos. Gloriett, Paulette, traigan el champagne, por favor ―ordenó el rey y las mujeres obedecieron.

Ante las palabras del rey, Zuleica no pudo pronunciarse. Ella hubiera preferido que las cosas ocurrieran más a prisa, pero no sería posible por el momento. Carlo la miró a los ojos y le dio a entender que no era culpa suya que las cosas no salieran como ella quería. Ella hizo un gesto de desagrado.

Llegaron las mujeres con el vino y las copas y enseguida se hizo el brindis.

―Señores ―dijo Albert―. Hay muy buenas noticias para todos. Al parecer la bendición de Dios está sobre nosotros nuevamente, pues han ocurrido cosas extraordinarias. Tomen asiento todos, por favor ―cada quien tomó su lugar y el rey habló de pie, en voz alta―. Quiero comunicarles a todos las razones por las que digo que son buenos tiempos. Primero está este hermoso encuentro entre el príncipe y la princesa. Y ha sido un acierto que se conozcan porque se han entendido maravillosamente y mañana será anunciado el compromiso entre ellos dos. Pero esto no es todo, quiero decirte Leopoldo y también a ti Adolfina  ―los miró a ambos según los mencionó―, que hemos atrapado a Úrsula. Ahora está en prisión y no podrá hacer ningún daño nunca más ―todos aplaudieron, incluyendo Leopoldo, aunque un temor lo invadió, pues esperaba que la mujer no dijera nada sobre él―. Pero eso no es todo, también quiero decirles que ya está en marcha un plan para capturar a la Bestia, muy pronto ese delincuente estará tras las rejas. Salud por eso ―y todos llevaron su copa a los labios.

Entonces la falsa princesa pareció interesada en lo último que había dicho su padre.




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