En la sala privada Albert y Jan se quedaron solos al salir los soldados.
―¿Gustas algo de beber, pequeño? ―preguntó Albert con amabilidad.
Pero Jan, sentado en un sillón blanco para dos personas, no dijo nada, estaba mudo.
Albert se arrodilló ante él:
―¿Cómo te llamas? ―le preguntó esta vez―. ¿Puedes hablar o te comieron la lengua los ratones? ―comentó y miró con mucha atención al niño.
Entonces Jan le dirigió la mirada. El terror se observaba en ella.
―Tranquilo ―dijo Albert con ternura―, no tengas miedo. ¿Sabes por qué estás aquí?
El niño movió la cabeza negativamente. Entonces Albert mostró un rostro más afable.
―Al menos sí me entiendes lo que digo. Ahora, dime, ¿puedes hablar con tu boca?
Jan esta vez asintió con la cabeza.
―Ah, excelente. ¿Y por qué no lo haces? ―cuestionó el rey con una sonrisa.
Jan no respondió, sino que llevó su mirada al piso.
―¿Tienes miedo?
El pequeño asintió.
―Comprendo ―dijo Albert―. Empezaremos de nuevo, ¿te parece? ―propuso el monarca en tono juguetón.
Jan estuvo atento a las palabras del hombre. Albert salió de la sala y volvió a entrar. Se mostró sorprendido al ver a Jan.
―¡Buenas tardes, jovencito! Mi nombre es John Albert Madrid Villarreal y soy el rey de este reino. ¿Tú quién eres?
Jan dudó un momento, pero ante el tono jovial y divertido con el que hablaba Albert, decidió cooperar.
―Soy Jan León… hijo del doctor Gustav León ―respondió el niño con su meliflua voz.
―¿De verdad? Qué buena noticia ―repuso el rey con entusiasmo―. Gustav es un gran amigo mío. No tenía el placer de conocerte. Espero que me lo saludes ahora que lo veas. Pequeño Jan ―dijo Albert sentándose en la alfombra azul, mientras que el niño lo veía desde el sillón―. ¿Sabes por qué razón estás aquí en el palacio, frente al rey?
―No, señor ―dijo Jan con timidez―. Pero quisiera regresar a mi casa.
―Y volverás ―le respondió Albert con una sonrisa―. Sin embargo, primero debo decirte por qué estás aquí. Tú estás aquí porque me ayudarás a capturar a un terrible enemigo del reino.
Aquella noticia sorprendió a Jan, quien se quedó serio de pronto. Albert notó esta particularidad y continuó:
―¿Sabías tú que hay un hombre malvado en Valle Real que está aterrorizando a todas las personas buenas que habitan en él?
―Sí, majestad ―contestó el niño; su padre le había enseñado a llamar así al rey cuando lo viera―. He oído hablar sobre ese señor malo al que llaman la Bestia. Pero es tan malo que yo no podría hacer nada para ayudarlo a capturarlo.
―Eso es lo que tú piensas ―comentó Albert en tono paternal―. Pero dime algo, ¿si tú pudieras hacer algo para ayudarnos a capturarlo, lo harías?
―Claro que sí, majestad. Yo haría todo lo que pudiera para ayudarlo―confesó sincero el niño.
―Me parece muy bien, Jan. Pues esa es la razón por la que has venido al palacio. ¿Qué te parece?
―Muy bien, señor. Pero no sé qué pueda hacer yo, soy tan pequeño ―al parecer Jan había agarrado confianza frente al rey―. No sé pelear muy bien, aunque a veces mi hermano César me deja pelear esgrima con él. Me presta una de sus espadas de madera y peleamos un buen rato. Él cree que no me doy cuenta, pero sé perfectamente que me deja ganar para que me sienta bien. Yo hago como que no me doy cuenta para que él también se sienta bien.
El rey sonrió por aquellas palabras tan espontáneas y fluidas del niño.
―Bien podrías utilizar tus habilidades de la esgrima para ayudarnos a atrapar a la Bestia. ¿No crees?
―No lo creo, señor ―la voz delgada del pequeño llenaba la sala―. En todo caso a quien deberían traer para pelear contra ese señor Bestia es a mi hermano César, él sí es buenísimo para la esgrima.
―Lo pensaremos ―dijo Albert, en tono serio, sopesando la posibilidad propuesta―. Si necesitamos a alguien que sepa esgrima, llamaremos a tu hermano César. Sin embargo, no nos interesan tanto tus habilidades de esgrima, sin ofender, pues pienso que eres muy bueno. En realidad lo que me interesa es que me des algo de información.
―¿Sobre qué, señor? ―preguntó el niño―. Yo no sé mucho sobre ese señor Bestia.
―Es muy sencillo, hijo ―esta vez Albert se puso de pie y se sentó al lado del pequeño Jan―. El día de ayer trajiste tres cartas, ¿lo recuerdas?
Jan parecía recordar.
―Sí, señor, yo traje tres cartas ―admitió.
Albert continuó:
―El día de hoy me informaron los soldados que trajiste una nueva carta. Es la que tengo aquí ―y se la mostró, sacándola de su bolso derecho―. ¿Tú sabes leer? ―le preguntó.
―Sí, claro que sí, señor ―Jan hablaba con mucho respeto.
―Me harías el favor de leerme esta carta en voz alta.
―Sí, por supuesto, majestad.
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Editado: 30.08.2020