El secreto de la princesa -parte tres-

Parte cuatro: Llegada de invitados al Gran Salón

Adell había ordenado el retiro de los guardias del palacio. Se quedaron veinte solamente, como antes. De ese modo evitarían levantar sospechas. Entre los soldados había algunos guardias que no conocía. Pensó que se trataba del resto de cómplices de la Bestia, pero no quiso actuar en ese momento, para evitar cualquier detalle que pudiera delatar el plan. Debía seguirse como la princesa le había dicho.

Adell, iba al frente de la comitiva, a cargo del carruaje que llevaba a Úrsula, se dirigieron al Edificio Central. Ella gritaba como loca desesperada, tal pareciera que la estaban quemando en fuego o latigándole la espalda desnuda, pero solamente iba atada de las manos. La llevaron a las celdas inferiores del Edificio Central, donde estaría encerrada toda su vida.

Al ocultarse el carruaje-patrulla con Úrsula, Zuleica tomó las manos de Albert.

―No papá, no le creas nada a mi tía Úrsula, ella miente, no sé quién es Zuleica. La tía Úrsula se volvió loca en la mazmorra ―dijo muy nerviosa la muchacha, observando con mucha atención la reacción de Albert.

“Es un desafío o una venganza por lo que le hice”, pensó Zuleica, “hubiera sido mejor asesinarla”.

Zuelica se alarmó. Miró con atención a su padre y le dijo:

―No le creas papá, miente, miente ―aseguró la muchacha―. Papá, dime que no le creíste, por favor.

―Claro que no hijita, claro que no ―dijo él con seguridad, para que ella no dudara, pero su corazón estaba roto en mil pedazos.

En ese momento Albert miró a su hija a los ojos y se dio cuenta que era otra, no Gisselle. Era su otra hija, la malvada: la Bestia. Su mayor temor y su mayor alegría juntos en una misma persona. Pues pensó que si ella no fuera la Bestia, entonces sería el hombre más feliz por haber encontrado a su hija perdida. Pero saber que era su hija y también la Bestia lo llenaba de terror. Por un momento tuvo temor de verla diferente a como veía a Gisselle y que Zuleica pudiera sospechar que ya sabía que no era la auténtica princesa. Por esto, Albert la abrazó fuertemente.

―¿Por qué? ―preguntó Albert en tono afligido.

―¿Qué cosa papá? ―dice Zuleica, arropada por su padre.

―Tu madre era tan buena y ella la mató ―dijo, pero en realidad se refería a por qué Zuleica había elegido ser malvada. ¿Por qué no podía ser simplemente buena y ya?

―Lo pagará, no te preocupes ―contestó enérgica Zuleica.

Entonces ella cayó en cuenta de que abrazaba a su padre, lo abrazaba y lo quería, pero quería más el poder. Y Albert, abrazaba a su hija, pero no era Gisselle, sino la otra... la otra hija.

―Te quiero mucho, hija.

Las palabras fueron sinceras, pues Albert se las dirigió pensando en Zuleica y no en Gisselle.

―Y yo a ti, papá ―respondió ella, siendo sincera también y hablando no como Gisselle, sino como Zuleica.

Por un momento ella recordó su infancia y pensó en Albert como lo hiciera siempre con Anthony Montenegro, pero esta vez cayó en cuenta que su verdadero padre estaba vivo y ella en ese momento lo estaba abrazando.

Lo hacía como la princesa, pero en realidad actuaba como Zuleica, pues las palabras eran unas, pero las intenciones eran otras. Y para Zuleica lo que más importaba, sobre todo, eran las intenciones.

Escucharon carruajes llegar y padre e hija se separaron con cierta timidez y nervios, ambos sabiendo que nunca antes se había abrazado de esa forma. Quizás para Gisselle era normal abrazar de esa forma a su padre, pero para Zuleica era una experiencia nueva y al parecer le había gustado.

―La presentación del compromiso se aproxima ―dijo Albert, cayendo en cuenta que el carruaje era de invitados.

―Ya, iré a terminar de prepararme, papá ―dijo ella. Le dio un beso en la mejilla y se fue a su recámara a seguir arreglándose para la ocasión. Deslumbraría a todos con su belleza. No solicitó la ayuda de Gloriett aunque ella insistió en querer apoyarla.

Mientras se peinaba, Zuleica pensó en el abrazo que le había dado a su padre. Había sido lindo. Descubrió que tenía un regusto agradable por haber abrazado a su padre, pero no quiso admitirlo. Los sentimentalismos podrían echar a perder todo lo que había logrado hasta ese momento, así que congeló los sentimientos, imaginando que más adelante podría abrazar a Albert con toda libertad, sin necesidad de titubear ni con el riesgo de echarlo todo a perder por un sentimiento.

Abajo, en la sala habían instalado como ocho mesas con capacidad para seis personas cada una. Las sillas tenían forros blancos y los manteles de armiño resplandecían. Al centro de las mesas había un hermoso arreglo de flores del jardín, recién cortadas, que engalanaba la vista.

Comenzaron a llegar invitados y los soldados, que también la hacían de ujieres, los hacían pasar a las mesas. Albert los recibía en la escalera, luego de que los recién llegados bajaban del carruaje y subían los diez peldaños que los acercaban a la entrada principal del palacio.

Después de este recibimiento, uno de los soldados que se habían apostado junto a las columnas de la entrada, acompañaba a los recién llegados a ocupar un asiento en las mesas. Ahí se les ofrecían aperitivos, higos, fruta deshidratada o galletas. Cada quien tomaba según se le antojaba. Todos iban acomodándose en orden.




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