El secreto de la princesa -parte tres-

Parte dos: Desenmascarando a la falsa princesa

Zuleica miró a Gisselle y una sensación de espanto recorrió su cuerpo. Sus ojos se agrandaron más de lo normal. No podía creer que estuviera ahí en ese momento, interrumpiendo un evento tan importante para ella. Su sonrisa se disipó enseguida y solo tenía ganas de correr a desgreñar a su gemela que hablaba contra ella.

―Es una impostora, yo soy la princesa Gisselle Madrid ―aseguró la doncella que acababa de llegar.

Zuleica era observada por todos. Las miradas de los espectadores iban de una chica a la otra: estaban impresionados por el parecido.

Pero Zuleica no se quedó callada. Gritó lo más segura que pudo:

―No es verdad, ¡ella miente! ―dijo señalando con el dedo a Gisselle―. Ella es… ella es la impostora.

Jan miraba a las dos chicas y estaba fascinado. No sabía quién de las dos era Zuleica, pues ambas eran idénticas, pero le fascinaba que hubiera dos grandes amores de su vida. Estaba confundido, pero con una enorme alegría en su pecho. Siguió atento a la acción que estaba a punto de desatarse.

Ante los reclamos de ambas chicas por llamarse una a otra ‘impostora’ el rey intervino con voz en cuello:

―¡Es suficiente! ―dijo el rey, enérgico― es cierto, una de ellas es Gisselle y la otra se llama Zuleica Montenegro.

Cuando dijo estas palabras todos se alarmaron y miraron a las dos chicas, desconfiando de ambas. Entonces el dedo índice de Albert señaló a la princesa de las escaleras.

Zuleica miró a su padre y descubrió en su mirada que él ya sabía la verdad. La había engañado a ella también. Se sintió traicionada.

―Ella nos ha engañado a todos ―continuó Albert―, y ahora mismo se hace pasar por Gisselle, la princesa, quien en realidad es la joven que está en la puerta.

―¡Mentira! ―gritó Zuleica, dirigiendo una mirada de odio a su padre por decir aquellas palabras―, ella no es la princesa… yo soy la princesa. Yo soy la princesa de verdad. Yo lo soy ―aseguró como si fuera cierto.

Gisselle caminó y las personas que estaban cerca de ella se apartaban para dejarla pasar. Entonces llegó al pie de la escalera y desde ahí miró a Zuleica. Era como verse en un espejo.

―¡Ya basta Zuleica…! Es tiempo de parar esta locura que has iniciado… escuchen todos, por favor: ella también es La Bestia ―esto lo declaró tan alto como pudo.

Entre los comensales corrió un murmullo de sorpresa y espanto. Todo cobraba sentido en sus mentes. Ya no había rumor de la Bestia ni de Zuleica al mismo tiempo. Era una enorme casualidad.

―Así es ―continuó Gisselle― ella, ella asaltaba a las personas en el reino. Y es mi hermana, pero apenas lo supe hace poco. Es terrible darse cuenta de la verdad, pero ella debe ser llevada a prisión. Es una delincuente. Una criminal. Estuvo a punto de asesinarme.

Gisselle decía estas palabras, alternando su vista entre la multitud, Zuleica y su padre. En sus palabras no había lugar para la mentira. Todos lo sabían y todos le creían.

Zuleica quería explotar del cólera. Sus ojos verdes y su boca entreabierta eran señal de su culpabilidad.

―Soldados, llévense a Zuleica a prisión ―ordenó Adell, alzando la mano entre la multitud.

Zuleica lo miró. Él también la traicionaba. Muchas miradas ahí estaban viendo su caída. Ella estaba desarmada. Se quedó pasmada por un momento.

Entonces algunos guardias se acercaron y la tomaron de los brazos. Eran el Guiller, Jame y el Garrocha. Zuleica no opuso resistencia, pues se sentía descubierta y acorralada. Miró a Karla, quien se veía desilusionada, luego a Erick, que tan solo esperaba que Zuleica no dijera nada sobre él, pues no quería ir a prisión. También miró a César, quien la miraba con furia.

El comandante Adell ordenó a los guardias que se la llevaran. Ellos obedecieron e hicieron avanzar a la chica, la cual comenzó a gritar:

―¡No! ¡No! Ella miente, yo soy la princesa, yo soy Gisselle, por favor, no se dejen engañar ―era su último recurso, pero nadie le creyó.

―Avancen ―ordenó el comandante y entre todos sacaron a la muchacha del salón.

Debían ir a la prisión en el Edificio Central.

Todos los murmullos y los cuchicheos cesaron pronto. Gisselle llegó hasta el príncipe.

―Te dije que todo iba a salir bien, mi amor ―comentó ella y se abrazaron.

―Te amo, has hecho algo asombroso ―respondió él, ciñéndose a ella con ternura.

―Silencio todos, por favor ―ordenó Albert. El príncipe y la princesa se separaron―. Les presento a mi hija, Gisselle Madrid.

Ella, aunque sencillamente ataviada, lucía hermosísima. Hubo aplausos enseguida y algunos comentarios como “bella”, “que hermosa”. Algunos se recobraron minutos después de la impresión. Haber presenciado aquella escena había sido algo inesperado.

―Ella es la original ―comentó alguien del público.

―Señor, que pasará con la otra joven ―preguntó alguien.

―Ya lo sabremos, el comandante Adell nos mantendrá informados.  Por lo pronto mi hija subirá a cambiar sus ropas. Enseguida bajará para anunciar de nuevo el compromiso, pues no lo estábamos haciendo con la persona indicada. Después podremos disfrutar del riquísimo banquete que Paulette ha cocinado para ustedes.




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