El secreto de la princesa -parte tres-

Epílogo

Zuleica iba sentada, bien atada de sus manos y el coronel a un lado de ella. Peregrino volaba sobre el carruaje. Marco la miraba con mucha atención y ella se hacía la enfadada. Cuando él dejó de verla, ella tomó otra actitud.

―Vamos, deberías soltarme ―comentó Zuleica con mirada provocativa―. ¿O acaso tienes miedo de que escape?

El coronel volteó a verla y le sonrió.

―No, no te tengo miedo. Cuando hayas cumplido tu condena en prisión, hablaremos. Ahora eres una prisionera y no debo hablar contigo.

Y ordenó al cochero que fuera más de prisa.

Ella lo vio de reojo y supo que estaba sonriendo.

 

 

Lejos de ahí, en un lugar sórdido, oscuro y maloliente, un hecho trascendental tuvo lugar. Se oyó el quejido de una mujer y los berridos que daba. Gritando como energúmeno:

―¡Saldré y me vengaré, saldré y me vengaré! ¡Lo juro, lo juro!

De pronto, una mujer hermosa, de cabello rubio, con un vestido blanco y deslumbrante, avanzó por el pasillo, se acercó hasta los barrotes de la reja y le habló a la mujer que estaba en la prisión:

―Úrsula, Úrsula ―dijo con ternura en su voz.

La mujer desaliñada, flaca y de aspecto repugnante le respondió con voz despreciativa:

―¡No! ¡Tú, maldita! ¡Vete, vete! ¡Te odio, te odio, Christie!

―Yo te amo, te amo, Úrsula. Hermanita linda, he venido por ti.




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