El secreto de la princesa -parte uno-

Parte tres: La princesa se asoma por la ventana

La paloma seguía volando y esperaba a un lado de la ventana. La cortina se recorrió y una voz alarmada se oyó en el interior.

―Pero hija, qué estás haciendo, estamos muy cerca del reino, a las afueras ya casi, no puedes sacar la cabeza del coche, alguien podría verte ―dijo desesperada la vieja Gloriett.

―Nana, por favor, ya estoy demasiado grandecita para saber lo que hago, permite ―después de decir esto, la princesa sacó la cabeza y la mitad de su cuerpo por la ventanilla del carruaje.

―Abell, cierre los ojos, recuerde que no puede ver a la princesa ―gritó Gloriett, pero Abell ya había cerrado los ojos y les dijo a los soldados que también lo hicieran. Todos tenían los ojos bien cerrados cuando Gisselle se asomó al exterior.

Cuando lo hizo, una luz radiante se tornó a su alrededor. Su rostro resplandecía por lo exultante de su belleza. Un fino cuello, un perfecto perfil, unos preciosos ojos verdes que brillaban irradiando pureza y juventud. En ellos había una chispa hipnotizante, una luz encantadora, una belleza divina. Lucía contenta, con una sonrisa suave y sencilla, que brillaba en su rostro de diosa.

Sus mejillas estaban ruborizadas, tenían aquel color que desde niña la había acompañado y que había heredado de su madre. Su cabello dorado estaba recogido debajo de un sombrero azul de ala ancha. Portaba un vestido plateado lleno de brillantes y en sus manos usaba unos guantes azules que le llegaban hasta los codos. Aquella visión era la representación de una belleza inigualable en el mundo.

Así era Gisselle, un ángel caído del cielo que se había equivocado de lugar, pero que con su belleza hacía que el tiempo se detuviera a su alrededor. No por nada los habitantes del reino tenían prohibido verla. Por esa razón Abell se había tapado los ojos y asimismo los soldados, pues nadie podía ver lo bella que era. Las únicas personas del reino que conocían su beldad eran su nana Gloriett y su padre Albert Madrid, el rey de Valle Real.

Él lo había establecido como un mandato real y quien se atreviera a desobedecer esa orden mirando el rostro de la princesa, recibiría el peor de los castigos: ser enviado a la horca sin que ninguna fuerza humana ni divina lo pudiera salvar.




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