El rey salió de la sala mayor, que era donde se encontraba. Portaba su alargada capa azul ultramarina de terciopelo y su corona brillante sobre su cabeza. Pasó cerca de las escaleras que conectaban la primera planta del palacio con la segunda. Llegó hasta la puerta principal del palacio de donde apenas se podía divisar la entrada oficial. Había únicamente una entrada y después de esta eran varias que conectaban una parte del palacio con alguna área recreativa o bien con el gran jardín que tenía.
El palacio estaba separado del reino, se encontraba en la orilla Este ―por donde salía el sol― y lo rodeaba una muralla muy grande. El terreno cercado era inmesno, era propiedad del rey y comprendía una gran extensión territorial.
El rey estaba muy emocionado por ver a Gisselle, pues no la veía desde meses atrás. Ataviado con su capa azul recorrió el tramo que iba desde la puerta principal del palacio hasta la puerta oficial. Pasó cerca de la fuente de agua, hecha toda de piedra. Él sabía que su hija llegaría hasta ese lugar, pero no aguantaba las ganas por verla, así que la recibiría en la entrada.
Cuando llegó ahí uno de los guardias le dijo:
―Majestad, perdone mi comentario, pero, ¿no sería conveniente, por su seguridad, esperar a la princesa en la entrada principal?
El rey lo miró con seriedad.
―Creo que el rey aquí soy yo y no usted, así que yo decido qué hacer y qué no, pero gracias por sus sugerencias, Guillermo ―dijo el rey con cortesía.
Esperó en el medio de las dos puertas de madera. Estaba de pie y la capa azul ultramarina ondeaba a su espalda. A lo lejos escuchaba las trompetas que anunciaban la llegada del carruaje rojo donde venía la princesa. También se escuchaban voces recitando algunas palabras. Debía ser el vocero oficial, que anunciaba la llegada de tan insigne persona, la hija del rey. Todos debían permanecer en sus hogares y por ningún motivo ver el carruaje que cruzaba por la calle principal del reino.
―¡La princesa de Valle Real se acerca, ya viene! ―gritaba el vocero oficial del reino. Ese vocero oficial era nada más y nada menos que Abell, quien con una mano manejaba a los caballos y con la otra sostenía la trompeta. Luego daba su discurso:
― ¡La princesa de Valle Real se acerca, ya viene!
Así durante todo el recorrido desde el reino al palacio.
Un canto glorioso en la trompeta indicaba a todos que la princesa del reino llegaba, por lo que debían ocultarse para que por ningún motivo la vieran, eso no debía ocurrir ni por error. Eran órdenes oficiales y todos debían obedecer.
Nadie sabia la razón por la que el rey ocultaba el rostro de su hija. Muchas veces se habían preguntado si tal vez era porque la princesa estaba muy bella o en realidad estaba muy fea. Nadie lo sabía. Lo que sí era del conocimiento de todos es que nadie podría verla hasta el día en que ella estuviera a punto de casarse, ese sería el día en que todo el reino la conocería. Así que mientras llegaba ese día, todos se habían ocultados en sus casas.
―Mami, yo no quiero meterme, quiero ver a la princesa ―dijo un niño de algunos siete años, con una sonrisa de felicidad porque tal vez lograría ver el misterioso y, por lo tanto, codiciado rostro de la princesa.
―¡Jan, por favor! No debes estar en la ventana, te verán los guardias y te llevarán preso si sigues ahí ―dijo la madre queriendo asustar a su hijo para que se alejara de la ventana.
―¡De seguro es bien bonita mamá, de seguro es bien bonita! ―dijo el niño apartándose de la ventana, atemorizado porque fuera verdad lo que dijo su mamá.
Desde el interior de la casa, el pequeño Jan escuchó pasar el carruaje donde iba la princesa. En pocos minutos el carro había cruzado las principales calles empedradas de Valle Real. Muy pronto llegó al palacio donde su padre la esperaba ansioso.