El secreto de la princesa -parte uno-

Parte tres: Padre e hija

Era tarde y el sol alcanzaba a dar sus últimas chispas de luz en ese día. El rey estaba con las manos entrelazadas esperando la llegada de su princesa. Observaba cómo el carruaje se acercaba cada vez más y más por el único camino que había del reino al palacio. Una pequeña subida acortó la distancia y pronto la espera terminó. El carruaje y sus escoltas llegaron a la entrada oficial. Saludaron al rey bajando sus gorras con estampados del escudo oficial del reino y pronto se retiraron. Albert hizo una señal a Abell y él bajó del coche.

―A ver muchachos, no se hagan los que no saben y eviten que los mande a la horca ―dijo el rey a los guardias. Ellos rápidamente entendieron que debían ocultarse para no ver a la princesa o cuando menos taparse los ojos. Eso hicieron de inmediato. Les parecía algo tonto pero debían hacerlo, órdenes eran órdenes.

­Abell abrió la portezuela del coche y se retiró enseguida para no ver a la princesa. La nana Gloriett bajó del coche. Usaba un vestido lila, su estatura era media y su rostro expresaba una actitud alegre. Su cabello rizado estaba recogido en un peinado curioso, pues parecía como si trajera un pulpo peludo en la cabeza, mismo que estaba pintado con algunas canas. También, hay que decirlo, había algunas arrugas en la cara que justificaban su edad madura. Saludó al rey con la mano.

―Hija, vamos, ya debes bajar, tu padre te está esperando, mira que rara vez viene hasta aquí para recibirte ―comentó la nana.

―¡¿De verdad mi papá esta aquí?! Haberlo dicho antes ―expresó emocionada Gisselle.

Entonces el rostro más bello del mundo se asomó por entre las cortinas manchadas de polvo. Luego una amplia sonrisa, producto de la alegría por ver a su padre, apareció en su rostro.

Los ojos del rey brillaron al ver a su hija. Ella lucía más preciosa que nunca. El tiempo parecía detenerse alrededor. Gisselle bajó del coche tomando la mano de su nana sin despegar la mirada de su padre que se encontraba a pocos centímetros de distancia. En manos de Gisselle estaba un ave blanca que miraba alrededor con sus ojillos negros y curiosos.

―¡Papá! ―exclamó la princesa, entregó la paloma a Gloriett y corrió a abrazar al hombre.

―¡Hija, al fin llegas! ―dijo el rey con su voz grave y los brazos abiertos.

 La pequeña paloma estaba en manos de Gloriett, quien no estuvo muy contenta de recibirla porque sentía algo de celos, pero debía cuidarla.

Un tierno abrazo de padre e hija selló el momento.

― ¡Hija, te extrañé tanto! ―dijo el padre dándole un beso en la mejilla izquierda.

―¡Y yo a ti papá, también te extrañé mucho, pero ya estoy aquí! ―dijo la princesa mirando a los ojos a su padre.

Pronto, con el corazón rebosante, caminaron hacia la entrada principal. Gisselle y Albert avanzaron abrazados y subieron los escalones; estaba muy gustosos por verse de nuevo. Gloriett iba detrás de ellos, no muy contenta por tener que subir con la pequeña ave pícara.




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