El secreto de la princesa -parte uno-

Parte seis: La cena

Cuando el cabello se secó, la princesa bajó a cenar.

En la mesa el rey esperaba a Gisselle al igual que Gloriett. No tardó mucho en arribar al lugar. La bella joven bajó las escaleras. Su mano derecha resbalaba lentamente por la barandilla de madera. Al terminar de bajar fue al comedor, que era amplio y las luces brillaban por todas partes. Al centro había una mesa alargada donde fácilmente podían sentarse doce personas, pero solo había tres.

Gisselle se había sentado a un lado de su padre.

―¿Algún plan para mañana, hija? ―pregunto el rey con curiosidad mientras esperaban que sirvieran la cena.

―Hem…, pues no lo había pensado papá, pero yo imagino que sí, por la mañana me gustaría dar un paseo por todo Valle Real ―dijo como ocurrencia la princesa.

―¿Pero cómo dices, hija? ¿Por Valle Real? No puedes visitar el reino, creí que eso ya lo habíamos hablado.

―¡Oh, papá! Perdón, quise decir un paseo por los alrededores del palacio ―corrigió―, extraño esos días de campo sintiendo el aire fresco en mi rostro ―dijo la princesa, mientras le mentía a su padre, pues no quería sentir el aire en su rostro, si no los besos de Guepp.

―¡Me parece una excelente idea hija! Que vayas a dar un paseo, pero no piensas ir sola ¿verdad? ―dijo el hombre insinuándole que alguien debía acompañarla. La sonrisa de Gisselle se borró lentamente.

―Bueno, papá, ya he salido antes sola, no veo mal que lo vuelva hacer, además estaré aquí, en los alrededores del palacio, no hay nada de qué preocuparse, de verdad ―dijo la princesa con una sonrisa intranquila. Ahora sí las cosas estaban cambiando un poco para ella.

―De ninguna manera, hija. Tu seguridad es lo más importante. No podrás ir sola, pequeña, no no no. Alguien deberá acompañarte, pero quién, ¿quién podría ser? ―dijo el rey tratando de que una idea se le viniera a la cabeza.

―Papá, de verdad, no es necesario, yo puedo ir sola ―insistió Gisselle.

―Claro que no señorita, no puedes ir sola. Alguien podría verte ―dijo el rey alarmado.

―¿Por qué papá? Nunca me has dicho por qué no quieres que me vean, me gustaría saberlo ―inquirió la princesa.

―No seas curiosa, mi amor. Pronto sabrás la razón por la que no quiero que te vean y sabrás entonces que estoy en lo correcto al protegerte. Si mañana quieres ir de paseo, lo harás, pero alguien irá contigo, ¿quién podrá ser? ―pensó Albert por un momento, hasta que una idea vino a su cabeza―. ¡Claro! ¿Por qué no? Ya sé quién irá contigo ―dijo cuando la sirvienta Paulette servía la comida.

―¿Quién papá? ―preguntó con desánimo la muchacha. Ya no sonreía, sus planes se estaban frustrando y su padre era el culpable.

―Nada más y nada menos que Paulette ―contestó el rey con una sonrisa orgullosa en el rostro.

―Pero ¿yo señor? ―intervino Paulette―, solamente soy una muchacha de servicio, no sé qué tenga que hacer al lado de una princesa ―comentó asombrada de lo que había dispuesto el rey.

La princesa no estaba del todo contenta, pero ya encontraría la manera de lograr que Paulette la dejara sola.

―Por mí no hay ningún problema ―comentó Gisselle no muy convencida. Luego agregó―: Esté lista para mañana a las nueve, llevaremos un caballo usted y otro yo, ¿le parece Paulette? ―dijo con una sonrisa cordial.

―Está bien ―respondió Paulette―, si esos son sus deseos, así será, alteza ―comentó y se alejó del comedor después de haber terminado de servir.

Todos comenzaron a comer. Era un sabroso estofado.

―Dime mi amor, ¿cómo te fue en Jordan, terminaste lo que te propusiste? ―preguntó el rey.

―Sí padre, ahora soy una experta en artes marciales y claro, una esgrimista sin igual, en palabras de mis maestros. Tuvimos bastante entrenamiento y ahora sé muy bien cómo defenderme con la espada. Si deseas podemos entrenar un poco cuando estés listo. Te enseñaré muchas técnicas.

―Ajajá ―rió un poco el rey―, sería muy divertido pelear con mi hija, si después de todo, la mayoría de las cosas que sabes yo te las enseñé, pero bien dicen: el alumno siempre supera al maestro.

―No te preocupes, papá, muchas cosas también las aprendí en Jordan; el maestro Fu y el maestro Chi me enseñaron muy bien, dicen que pocas chicas como yo tienen esas habilidades ―comentó Gisselle.

―¡Y cómo no vas a tener esas habilidades, hija! Las heredaste de tu madre. Ella era una maestra de la esgrima.




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